Yo conocí al Cadejo. Dicen que existen el negro y el blanco. Con el que
yo me topé fue con el blanco; más bien diria yo: “bayo”. Porque como
estábamos en invierno, el pelo de los animales blancos se manchan; “algo
así como: “si se hubieran revolcado en una palangana repleta de jugo de
mamón”.
Vivía entonces en la comarca de “Pochocuape”, y casi todos los sábados,
por las tardes, bajaba a “El Kilocho” a visitar a mis amigos; y con
ellos; montados todos en briosos caballos, nos echábamos a las carreras;
allá por el Siete Sur; donde el gobierno de Somoza Debayle había
construido un desagüe; cuya correntada de agua, “cuando llovía”, caía en
la profunda laguna de Nejapa.
Esa tarde, por primera vez en mi vida; había tomado a escondidas, el
revolver 38 de mi padre; no sé por qué, pero tuve un raro
presentimiento; lo tomé y lo puse en su lugar varias veces, y por fin,
“decidí llevarlo a pasear conmigo”.
Ensillé pués una yegua mora que mi padre me había regalado, y me enrumbé
en sentido contrario; por uno de esos enjambres de caminos que van a
dar a La Bolsa.
Ya casi pasaba el mes de Julio; y las flores de los maizales, vistos de
lejos; parecían miles de gallinas con las patitas para arriba y en filas
bien ordenadas.
Por el verde obscuro de las largas hojas lustradas, podía uno darse
cuenta, “si es buen observador”, que el limo o tierra vegetal en esa
zona es de excelente calidad.
Me detuve a platicar un ratito con don Lolo; un campesino conocido
nuestro; en el preciso momento en que despernancaba de la mata, una
preciosa mazorca de maiz, “bien pipona”, y la aventaba en un canasto
casi repleto también, de “chilotes y pipianes tiernos”.
“Siempre me ha gustado ver las flores color naranja, debajo de las hojas grandes y ásperas de las matas de pipián”.
Me invitó pues don Lolo, al día siguiente. A que fuera a comerme unas
güirilas de “may” tierno, y unos elotes cocidos a su casa. Le dije que
si, nos despedimos con un: “ay nos vemos pués”, y seguí mi camino; “pues
mis amigos me estaban esperando”.
Los cercos, en ambos lados del camino, eran palitos prendedizos,
cargados de blancos racimos de Tigüilote. Desde cuyas ramas cantaban
alegres las codornices machos, llamando a las hembras con sus plumas
esponjadas, y sus penachos erizos y vanidosos.
¡Qu-qu-quá!,¡Qu-qu-quá!, Cantaban ellos; mientras el sol de las cuatro
de la tarde brillaba suavemente, tan especial, tan nicaragüense, que me
daba la impresión de que sólo en ese pueblo mío; donde yo nací, brilla
de esa forma... . ¡Tan increíblemente bello!
Corría el año 1961, tenía apenas 16 años, y algunas veces me preguntaba:
¿Cómo sería la vida en la capital?
Me imaginaba a todos mis compañeros de colegio jugando en las
apretaditas y acogedoras calles de Managua, en medio de aquel bullicio
de las tiendas sobre la avenida Roosevelt, y la calle 15 de Septiembre. Y los mercados Central y San Miguel empaquetados de gente. Y
carretoneros vociferando contra “Pedro; Pablo, y chico de los palotes”. Y
buses; camiones; camionetas; carros, y taxis; pitándose los unos a los
otros alocadamente, desaforadamente. Y en las calles menos traficadas de los barrios de Managua, los cipotes
como yo; jugando jandbol, con bolas de tenis deslullidas, o recogiendo
tortuguitas en las pequeñas pocitas, a orillas del lago Xolotlán; para
coleccionarlas en los pequeños patiecitos que la mayoría de las casas
tenían adentro de ellas. ¡Oh vieja Managua mía!.. . ¿Porqué te perdí? Y yo, “íngrimo”, en aquel camino solitario; buscando los amigos de mi antiguo barrio El Kilocho.
Pero la pura verdad, es que no me arrepiento de haber vivido en el
monte; porque, mientras mis compañeros de clases compraban naranjas,
piñas de mamones, jocotes, mangos, guabas, y guayabas, donde el “Chele y
la Payita”; quienes tenían una humilde venta de frutas que quedaba casi
enfrente de la entrada colonial del viejo edificio del “Colegio
Bautista de Managua”.
Yo cortaba los mangos pintaditos de sol, y los mamones y jocotes
fresquecitos y dulces; y los compartía en vivo y a todo color con los
chocoyos y las loras, y con los chocorrones verdes, “iridiscentes”. A
los cuales sacaba de los mangos podridos que caían debajo de los palos. Y
con los dedos de mis manos les amarraba un hilito en una de sus
patitas, y los hacía volar y girar 360 grados encima de mi cabeza. ¡Oh
Nicaragua mía!.. . ¿Porqué te perdí?
Por fin llegué al kilocho; mis amigos se montaron es sus caballos ya
ensillados; y nos enrumbamos hacia el Siete Sur. Y después de unas
cuantas carreras; de agotar los caballos al máximo, y de alegar quién o
cual de nosotros había ganado; regresamos al Kilocho; cuando el sol está
declinando detrás del cerro Motastepe; y se reflejan las majestuosas
sombras de los árboles; en las profundas y oscuras esmeraldas aguas de
las bellas lagunas de Asososca y de Xiloa.
Y las hojas de los árboles, a la orilla de los caminos; las flores de
las plantas; nuestros caballos, y nosotros mismos nos vamos vistiendo de
un mismo color... . “El color triste y desolado de la noche”. Y los mismos árboles también empiezan a tomar formas fantasmagóricas y
lúgubres, y el viento refresca y se vuelve menos tibio, algo así como:
“una caricia invisible y seductora”.
Terminamos pues todos, afuera de la casa de uno de mis amigos,
apersogamos los caballos, tomamos agua, y a esa hora se juntaron con
nosotros algunas de las chavalas del barrio.
Empezamos a platicar de cosas triviales; de la película tal o cual, de
lo que hicimos en la escuela, de los proyectos y sueños de cada uno; y
luego por sugerencia de las muchachas, terminamos jugando a las prendas,
y a reírnos; y a hacer toda clase de tonterías y payasadas; forma
ingenua de llamar la atención de las bellas cipotas.
“Cosas de los cipotes de nuestra edad”. A las nueve de la noche, media hora antes de partir por aquel solitario camino de regreso a mi casa… . ¡Se apareció!
Se paró debajo del poste de luz de la casa de mis amigos, y me quedó
viendo fija y detenidamente por un largo rato. Me llamó curiosamente la
atención aquel perro; sobre todo por la forma tan familiar de mirarme,
algo así como: “si me hubiera conocido toda la vida”. No era un perro indio; como las marimbas con patas de los campesinos de
nuestra tierra; éste tenía la cola idéntica a la “flor de la caña”.
Parecida a las flores de aquellos cañaverales que “tenían” los Somoza;
antes de llegar a los bellos balnearios de Masachapa, Pochomil y
Montelimar; en donde el dictador tenía su casa solariega, y disfrutaba
con su familia... . ¡Esas puestas de sol tan nicaragüenses, y tan
nuestras!
El perro nunca bajaba la cola, siempre la tenía vertical hacia el cielo.
Su cola me hacia recordar a las “ramitas” artificiales de los arbolitos
de navidad. Que son hechas con dos alambres enrollados entre sí, y
entre medio de los alambres, el fino plástico verde, “brillante y
llamativo”. Así era la cola de aquel extraño perro, que parecía que tenía un alambre insertado en sus “maléficas e infernales carnes”. El perro levantó la vista, me miró por última vez, y luego se fue por el
mismo camino, “que yo a fuerzas tenía que tomar de regreso”. Como a los veinte minutos aproximadamente, me despedí de todos mis
amigos, con un: “bueno, por ay vuelvo el próximo sábado”. Espuelé la
yegua, y la enfilé rumbo al camino, en medio de una “oscurana arrecha”.
En la primera vuelta del camino, debajo de un árbol viejo de Genízaro,
donde solía ir a garrobear con mi tiradora, cuando era chigüin; pues en
sus viejas ramas huecas se anidaban aquellos pequeños reptiles
prehistóricos, que nosotros los nicaragüenses llamamos “iguanas y
garrobos”. ¡Allí me estaba esperando!.. . En un pequeño basurero que quedaba a mano derecha del camino.
Sentí alivio porque pensé que era un perro vagabundo; de esos que salen a
las calles por las noches, a esculcar en los basureros del vecindario; y
ya por la mañana, todos nuestros amigos y vecinos encuentran la basura
“desparramada por el suelo”. Ya no le puse más atención al perro; porque se aproximaba la cuesta más
empinada que tenía aquel camino, y había que bajarla con “mucho
cuidado”. Esta pendiente estaba inserta en dos grandes paredones; en donde unas
“abejas negras” llamadas “congo”, hacen sus nidos de un material
parecido al de los comejenes. Siempre tuve curiosidad por probar sus mieles; pero nunca pude; porque
cuando uno molesta sus colmenas; se arrechan de tal forma, que se te
pegan en la piel, o se te enredan en el pelo como mozotes; y “uno” al
querérselas quitar las mata, soltando estas abejitas de sus cuerpos, un
olor grato; que se impregna en tus dedos y en tus cabellos. Y el sentido
del olfato lo relaciona inmediatamente con “ese delicioso aroma a miel
de abejas, o con ese perfume silvestre de la miel del panal real”.
Cuando llegué al fondo de la bajada, un “miedo súbito” se apoderó de mí;
me giré hacia atrás y pude ver el bulto de aquel perro raro. Saqué
entonces el revolver de mi padre como para darme valor, pero luego pensé
que todo estaba bien, me encomendé a “Dios”, guardé el revolver en la
cintura, y seguí mi camino “rumbo a casa”.
En un recodo del camino pude ver la solitaria bujía de don Joaquín
Jirón. De lejos, la bujillita parecía más bien una estrellita que bajó
del cielo, y decidió al final “no caer”, y se quedó flotando “cerca del
suelo”. A la casa de don Joaquín, solía ir “de niño”, a comer nancites y
jocotes cocidos; que su buena esposa “qepd”, solía regalarme. “En unos
cartuchos gigantes, hechos con hojas de chagüite”. ¡De repente!.. . De uno de los paredones del camino, cayó enfrente de mi
un animal de “pezuña”; que por el ruido que hizo en la tierra
apelmazada, note que era un animal de “gran tamaño”.
Mi yegua se paró automáticamente, y corcoveó todo su cuerpo hacia
atrás... . ¡Con terror!.. . A ratos me daba la impresión de que iba a
caer sentada sobre su cola.
Entonces el perro se pasó adelante de la yegua, y se abalanzó sobre
aquella “cosa invisible” y se convirtió en “una fiera”; podía darme
cuenta de la cólera de aquel perro, que sin conocerme, y haberme visto
jamás, me defendía a “capa y espada”; podía también escuchar aquel
¡Grrrrrrrrr! Interminable y protector.
Saqué de nuevo el revolver para darme otra vez valor; pero de nuevo volví a pensar, “que no me servía de nada”. ¡Súbitamente!.. . La yegua volvió a caminar como si “nada hubiera
ocurrido”; y el perro volvió campantemente a situarse detrás de
nosotros.
¡Aquí fue donde me entró un miedo espantoso!.. . ¿Qué se había hecho
aquella criatura del averno?.. . ¿Que ni siquiera se había movido del
lugar en donde había caído plantada?
Piqué pues los ijares de la yegua con las espuelas, y salimos bestia y yo, desbocados por aquel camino yermo y obscuro. ¡Sobre todo!.. . Porque en aquella parte del camino estaban enterradas
debajo de una gran Ceiba... . ¡Tres escalofriantes cruces!
Se podrían llenar “libros” con las historias de estos caminos “abandonados” a la mano de “Dios”. Resulta que en esa comarca de Pochocuape había un joven bien parecido.
“Parecía”, por su apariencia gallarda y altiva, que por sus venas corría
sangre. “Mezcla de Cacique, y salvaje Conquistador”. “Una noche”, un primo suyo lo invitó a una fiesta de casamiento. Seguramente “Cupido” tuvo algo que ver en éste enredo; porque cuando las
miradas del “buen mozo” y de la “recién casada” se encontraron, en ese
mismo instante quedaron flechados el uno del otro; fue algo así como:
¡Amor a primera vista!
Se montó pues el galán en su garañón alazán; sacó su revolver, y disparó
varios tiros al aire. Y mientras los invitados corrían
desordenadamente, gritando como locos y sin saber a ciencia cierta, que:
¿Qué jodido estaba ocurriendo?.. . El buen mozo metió su potro en el
patio pringado de agua y papelillo; tomó entre sus fuertes brazos a
aquella blanca y bella muchacha de ojos zarcos. Y con todo y traje de
novia la montó en la albarda; picó las espuelas en los ijares de su
brioso corcel y partió a todo galope; rompiendo en la huida, “las
invisibles paredes de la noche”. Sólo los cascos del garañón retumbaron como “cañones de barcos piratas”,
en los oídos del amante esposo; éste y sus dos hermanos juraron darle
muerte, para vengar la vergonzosa y humillante “afrenta recibida”.
¡Y allí!.. . Allí donde yo pasaba a todo galope, “completamente
aterrorizado”; rompiendo también con mi yegua, “las invisibles paredes
de la noche”; allí atacaron al buen mozo “una noche”; con descomunales
machetes y cutachas... . “Allí también él”, desenfundó su revolver y sin
titubear un instante “se los echó al pico”. Las piadosas familias de los finados, “para recordar sus nombres”;
plantaron aquellas tristes y tenebrosas cruces a la orilla del camino.
Con el miedo a “tuto”, no supe ni a que horas pasé debajo de aquella
tétrica Ceiba. Y cuando por fin detuve la yegua, en un gancho de camino
que quedaba enfrente de un panteón abandonado. ¡Allí!, “Allí también a mi se me pararon todos los pelos de punta”.
Pensé que había dejado al perro lejos de mí y “allí estaba”; detrás de las patas traseras de mi yegua. Arrendé entonces la yegua, por un atajo tenebroso, que me llevaba en
línea recta hacia mi casa. Le solté las riendas a la potranca sin medir
las consecuencias y salimos otra vez desenfrenados; hasta que llegamos a
la puerta de alambre del pequeño corral de mi casa. Las narices de mi yegua resoplaban angustiosamente, llenando los
pulmones al máximo de oxígeno; mascando el freno inmisericordemente, y
dejando caer babazales por el belfo. Abrí aquella puerta sin bajarme de la bestia y: ¡Allí estaba parado!.. .
Observándome con las orejas atentas, y parado en puntillas, “como una
bailarina de ballet”.
Cuándo por fin me vio completamente seguro dentro del corralito de mi
casa, dio la media vuelta y se fue... . ¡Y nunca más volví a verlo! Desensillé entonces la yegua, que relincho alegre y luego, apurada se metió al trote en los pastizales del potrero.
“Yo”, corrí hacia la casa completamente achumicado; me metí ligero en mi
cuarto; tranqué la puerta; prendí la lamparita; me desvestí; me metí en
la cama; me cobijé con la sábana. Y el resto de la noche soñé con
“sapos y culebras”.
Al día siguiente, lacé la yegua, la ensillé; me monté en ella; y “lo”
fui a buscar por los caseríos de los caminos. Me había encariñado de
aquel perro que me había salvado; “de quién sabe que siniestra
criatura”. Decidí ese domingo adoptarlo como mascota de la casa. Pregunté por el perro hasta el cansancio... . ¡Nadie me dio cuenta de él!
Cansado ya de buscar y preguntar, me fui entonces a la casa de don Lolo;
a comerme las güirilas, y los deliciosos elotes cocidos “que me había
prometido”. Y metidos ambos, en la plática “acampesinada”, recordé el incidente y se
lo “platiqué”: ¡Don Loló!, “fíjese que anoche me acompañó un perro bayo
que yo nunca había visto, y fíjese que”…
¡Ni sigas hijo!.. . Me interrumpió don Lolo.
A vos, anoche te acompañó… . ¡EL CADEJO!