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miércoles, mayo 01, 2013

A doña Lilliam, en este mes de las Madres.

Escrito por Martha Isabel Arana
Los Angeles, California

1ro de mayo, 2013

    Escribo y las palabras fluyen espontáneas de la nada.  Pareciera que esta pantalla, que hasta hace un rato se vestía de blanco, ha decidido abrirse cariñosa como un par de brazos para que yo, hoy que extraño, pueda vaciar mi alma.   Instantes que se añoran y personas que se guardan para siempre en el corazón me visitaron en este día primero de mayo. En el mes preciso, en el momento más inesperado, llenando mis vacíos con recuerdos melancólicos y cálidos que soplaron cariñosos otras épocas de mi vida.


    Mi querida *china.  Hoy ya no está conmigo, pero estas palabras las grito, escribiendo al infinito con la esperanza que me escuche como un susurro en su eternidad.  Siento su presencia en los días de dudas y las mañanas nubladas.   Como aquellas tardes de mis primeros años escolares, cuando llegaba corriendo, buscándola y me refugiaba en su regazo.   Esos días que lloraba porque algún párvulo se había comido otra de mis calcomanías o algún maestro me había dado un reglazo por tener mala ortografía.   Me reconfortaba tanto sus brazos cariñosos, su delantal oloroso a comida de mediodía y sus rizos negros que comenzaban entonces a teñirse de blanco.  Su voz dulce cuando me cantaba Cabellito Rubio y demás villancicos y sones de Pascua nicaragüenses, eran ungüento para el alma.  

    Disfrutaba tanto jugar con su pelo, mojárselo, peinárselo, insistir en arrancarle las canas, una a una.  Y ella, callada, dejándose hacer hasta que la veía quedarse dormida. Mi querida doña Lilliam.  No me acuerdo nunca que en mi casa la llamáramos Lilian a secas, supongo que por respeto.   Ella que fue como mi madre, yo que fui como su hija.  Sin ser parientes, las dos nos quisimos con el alma.

    Es que con usted, doña Lilliam, aprendí a examinar temas, a escuchar con atención y silencio los cuentos de la vida.   A no discutir personas, sino momentos.  A no criticar a nadie, sino entender con respeto.  En su manera sencilla, sin brillo de medallas ni títulos universitarios, cada relato que me narraba traía consigo una enseñanza a tuto.  Jamás nada perturbador, ninguna crítica a nadie, ningún reproche a la sociedad.  Me contaba mil y una historias después del almuerzo que llenaban mi mente de fantasía e ideas.  Palabras buenas y planteamientos sanos, llenos de imágenes e ilustraciones como el mejor cuento de hadas.  Era usted mi biblioteca de pequeñas fábulas, de dichos, de leyendas en aquella Nicaragua que le daba poca importancia a la literatura infantil.

    
    ¿Se acuerda? De cada departamento me detallaba alguna historia.   Allá en Rivas se me apareció el Cadejo el día que murió mi abuela, me contaba.   En León, una señora escuchó una voz misteriosa desde la tenebrosidad del fondo de su casa y se asustó tanto que no pudo caminar ni al zaguán porque los pies se le hincharon como planchas de acero.   Una señora de Masaya me platicó que solo gritando malas palabras pudo alejar a los espíritus de su casa. Si, aquellos que  tenían caras de duendes.   Que allá en Chinandega aparece un muerto colgado de un árbol las noches de luna llena.  En Semana Santa, a lo mejor y vemos pasar al Judío Errante, tenemos que estar pendientes.   Los viernes santos hay que respetarlos.  No corrás, qué Jesús está en el suelo.   Hagamos cruces de palmitas por si se nos viene una rayería.  Está lloviendo con sol, está pariendo una venada, se están casando las viudas, están pagando los culpables.   ¡Corré...vamos, ayudame a descolgar la ropa, porque en un ratito va a llover!  

¡
Qué bonitas tardes tuve yo a su lado, en la serenidad de mi casa, en la inquietud de mi mente!


    Pasamos juntas noches de tragedia, dolor de terremoto, terror de guerra, bombas de muerte, escasez, hambre, enfermedades, frustración, incertidumbre. Sin embargo, son los buenos momentos a su lado los que enriquecieron mi vida.  Las anécdotas, las tardes de sol batiendo aquella masa de azúcar, mantequilla y huevo mientras mirábamos la televisión, soñando con el olor a pastel y empanadas que vendría después.  ¿Se acuerda cuando viajamos a Guatemala por tierra y su maleta salió volando en la carretera? ¿Y cómo olvidar aquella noche de la culebra? ¿Y aquella otra vez que...? Detalles y complicidades que solo usted y yo sabemos. Historias que solamente nosotras entendemos.   

    Sin ser su hija, sin ser usted mi madre, la quise como tal, aunque ya no esté conmigo.  Descanse en la paz del infinito. ¡Feliz Día de las Madres, mi viejita linda!  


*China: Vocablo nicaragüense que significa niñera.

                                    

lunes, junio 25, 2012

El Breviario de Jeshúa

El Breviario de Jeshúa
(Extractos de la novela: “El Breviario de Jeshúa”, escrita por Juan Espinoza Cuadra)

Capítulo I
(Lucrecia, no Lucero)

Eran las 8:00 de la noche, y caminaba apresuradamente hacia mi casa. Distaba de mi destino por aproximadamente 6 cuadras. Caía una pertinaz llovizna. Debutaba el invierno lluvioso de Centroamérica.
Mis zapatillas tennis chapoteaban los numerosos charcos dejados por la lluvia. Ésta había iniciado a las 5:00 de la tarde. Para esa hora aún me encontraba en el bar con un viejo amigo.
-Otra y nos vamos-,
-La lluvia debe menguar pronto-.
Decidí ver la caratula de mi reloj pulsera y me percate lo tarde que era.
Lucero tenía el pelo largo como una cascada de lava. Su delgadez semejaba un túnel de nubes. Sus ojos particularmente negros no dejaban espacio para que la noche se escapara de sí misma.
Hacía dos meses que estaba de regreso en el país. A ella no regrese jamás.

Pero esa noche de lluvia topé de frente con su imagen, disfrazada de tentación. Tendiéndome las palabras a como se alarga y anuda la soga al cuello de un condenado a muerte. Escuché frases puntuales que luego impulsivamente optaban por alargarse.
En esta ocasión dijo llamarse Lucrecia. Aún con el cambio de nombre la reconocí como Lucero.

De su pelo de la frente, caían voluminosas gotas de lluvia hacia sus pobladas cejas. En ese fenómeno se detuvo mi mirada mientras ella hablaba.
–¡Los amores son un carajo!-. «Uno termina amando a quién no te ama. De noche despierto con la imagen de tu rostro aferrada a mis párpados. Susurro tu nombre mientras mi familia duerme en la cercanía de mi cama. Leo poemas de amor que no inspiré. Mis lágrimas se han precipitado sobre la tinta de los párrafos que has escrito. Cuando pasas, se me eriza la piel al percibir tu aroma. Escucho tu voz y siento como se me agita el corazón. Me lleno de nervios. Respondo de forma tonta cuando mi madre me pregunta que pasa conmigo. He llorado repitiendo tu nombre, con mi rostro hundido en la almohada. Y hoy, estoy acá, confesando un amor que ha permanecido mudo».
-¿Tienes algo que responder?-.

La gotas de lluvia adquieren haces multicolores al encontrarse con la luz de los faros de los coches. Semeja chasquido el ruido que surge del contacto de las llantas de caucho con el pavimento húmedo.
Me vuelvo percatar que es de noche y que aún llueve. Lucrecia frente a mí, tirita de frío. Sus manos dentro de las bolsas frontales de sus jeans. Calza sandalias abiertas que dejan ver la delgadez de los dedos de los pies. La miro en un periplo que completa toda su figura. 
Jonás es dos años mayor que yo. Su novia, Genoveva, es amiga de infancia de Lucero. Nos hicimos amigos al salir las dos parejas a divertirnos. En el colegio, Genoveva y Lucero tienen un grupo de amigas que suman alrededor de 8. Pero el enlace fuerte lo establecen ellas.
Hoy, en el bar, Jonás me ha confirmado que el amor de Lucero se terminó el día que decidí salir al extranjero. Según Genoveva, explotó en argumentos para justificar el fin del amor.
–Los amores no se acaban por si solos, nosotros los fulminamos, hermano!-, -refutó Jonás entre ebriedad y solidaridad.
–Otra cerveza más, cantinero!-.
El sonido demasiadamente alto del antro, la neblina provocada por la quema de tabaco, el vaho a sudor de las personas bailando en las cercanías, el fracaso amoroso, la fragancia madura de los alcoholes destapados, servidos, consumidos y la vehemente lluvia, se conjugaron para honrar aquella noche, a la tristeza.
Jonás se encontró con quien seguir libando tarro tras tarro de cerveza mientras me dirigía a la puerta de salida.

-Lucrecia… ¿son gotas de lluvia o son lágrimas?-.
-Lágrimas, pero no te apures, pues son antiguas-. «Son de fechas pasadas. Se concibieron algunos meses después de conocerte. Tú no tienes responsabilidad en ellas. Yo las engendré en silencio. Son fruto de mi amor no correspondido. Una expresión frustrada de mis sueños. Cuando me percaté, ya estaba enamorada de ti. Fue accidental. Llegó a casa por la mañana un mensajero para entregar un ramo de rosas amarillas. Lo recibí y firmé. Mi corazón se aceleró. Leí mal. Pensé eran para mí. Estaban festejando los primeros 6 meses como novios, tu y mi hermana. La verdad, no puedo explicar lo que sentí porque ni yo misma entiendo. El conocerte, los saludos muy amistosos entre nosotros, me confundió. Luego, las entusiastas pláticas, siempre el tema girando en torno a la urgencia de reformar la constitución política para brindarle oportunidades a los pobres, a los obreros, a los campesinos. Éramos tú y yo a altas horas de la noche, construyendo un mundo ideal. En esos momentos, fuiste mío».

Una noche, luego de una de las primeras visitas a mi novia Lucero, ya saliendo de la casa, topé de frente con Lucrecia. Creí oportuno una conversación breve de despedida.
Expresamos nuestros puntos de vista respecto a la situación política del país. Sin darnos cuenta, el tema iniciado sin propósito alguno de argumentar políticamente, condujo a tomar como punto de comparación los alcances históricos del Plan de San Luis, promulgado en Octubre de 1910 por Francisco I. Madero. Lo que inició como un rápido “hasta luego” se transformó en una maratón de ideas y conocimientos de kilometraje interminable.
Formada en su niñez dentro de los principios de la filosofía marxista-leninista, Lucrecia defendía con vehemencia la toma del poder por parte del proletariado mediante una guerra frontal y prolongada contra el gobierno porfirista.
-Debe ser el Partido Comunista el abanderado de esta lucha- decía-.

Afuera de su casa, flanqueaban la puerta de entrada, dos sillas mecedoras blancas.  Ella se acomodó en una. Yo en la  otra. Ya dispuestos uno frente al otro, le pregunté:
-Oye, no recuerdo cuáles son las influencias del socialismo científico-.
    -¿Tú sí?-.
La pregunta la planteé con ironía, especulando Lucrecia estuviera presumiendo. A fin de cuentas, anteriormente nunca había conversado con ella. Además, quería explorar con ella el origen filosófico del movimiento revolucionario. Ella respondió:
-Las filosofías de Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Ludwig Feuerbach -para continuar: «La dialéctica hegeliana, es un método para entender la historia de la filosofía y el mundo mismo. Es una progresión en la que cada movimiento sucesivo surge como una solución a las contradicciones inherentes al movimiento anterior. Hegel consideró a la Revolución Francesa el prólogo a la verdadera libertad de las sociedades occidentales. No obstante, la dialéctica hegeliana es radical. La creciente violencia para llevar a cabo la Revolución, es eso, una acentuación salvaje de acciones desenfrenadas, y por otro lado, ya logrado el objetivo, derrocar al sistema opresor, la Revolución se vuelve a su resultado: la libertad conquistada. La sociedad en su historia, progresa aprendiendo de sus errores. Luego, los revolucionarios postulamos la existencia de un estado constitucional de ciudadanos libres, en libertad e igualdad. El hegelismo afirmaba que todo lo que es real también es racional y que todo lo que es racional también es real. Hegel dice que es una norma divina, que en todo se encuentre la voluntad de Dios, esto es, conducir al hombre a la libertad. Por ello, Hegel es panteísta».

Luego de una pausa, Lucrecia acomoda su cuerpo en la mecedora, coloca su mano derecha sobre su muslo izquierdo. La mano izquierda sosteniendo su mentón y prosigue:
«Por otro lado, la obra «La esencia del cristianismo» de Feuerbach, es un referente para la fundamentación posterior de la izquierda hegeliana, ya que la filosofía de Feuerbach es opuesta a los preceptos de la teología cristiana. Contrario a Hegel, Feuerbach postula que la filosofía es independiente de la religión. El ser humano es el centro y eje de su pensamiento. Los anhelos, pretensiones e ideas religiosas son una característica específica del ser humano por lo que la religión queda adscrita a la antropología, que debe explicarla. Feuerbach escribe que el hombre primero creó a Dios y más tarde, entendió que su conocimiento no era nada más que un peldaño en el propio conocimiento del hombre. Al considerar a Dios una creación humana, Feuerbach niega su existencia, así como la de cualquier otro Dios, por lo que niega el Teísmo. No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino el hombre quien ha creado a Dios, proyectando en él su imagen idealizada. El hombre enajenándose, da origen a la divinidad de Dios. Cuanto más engrandece el hombre a Dios, más se empobrece a sí mismo. Esta es la filosofía Feuerbaquiana».
Lucrecia había finalizado de esta forma mi pregunta.
-Entender el marxismo o socialismo científico es comprender que éste está fundamentado en la influencia de la visión materialista Feuerbaquiana de la historia de la humanidad y en la aplicación de la dialéctica de la filosofía hegeliana al materialismo-.
Con esta última expresión, Lucrecia daba por terminada su respuesta.
-¿Yo que podía argumentar?-.

Ante tal bagaje de conocimientos, supe que Lucrecia era una militante convencida de los principios que cimentaban su causa revolucionaria, a pesar de sus 17 años de edad. Me levanté de mi silla mecedora blanca, erguido, dirigí mis ojos a sus insondables ojos negros, para decirle:
-Buenas noches-.
Ella tomo mi mano derecha, la sostuvo unos instantes, mientras su mirada hurgaba no sé qué en mis ojos. Luego sentí un jalón hacia ella ejecutado por su mano firme. Plantó un suave y húmedo beso en mi mejilla derecha.
-Buenos noches –respondió ella.

Aquella conversación nocturna había dejado pendiente el tema que la originó: el Plan de San Luis Potosí.
Con aquel detallado exordio, verbalmente resumido por Lucrecia, sería sumamente fácil transitar por el laberinto de las opiniones y esbozos filosóficos, para llegar, finalmente, al planteamiento hecho por Francisco I. Madero en 1910.
Esa oportunidad llegó muy pronto sin buscarla yo. Supongo, mucho menos ella.
-¡Hola!, ¿cómo estás? –saludó Lucrecia interrogativa-.
-Muy bien gracias, ¿y tú? –reviré.
-Acá, disfrutando de la kermesse, -respondió, para proseguir: «Una de mis amigas juega en el partido de basquetbol femenino de la 2 de la tarde. Es un equipo del colegio donde estudio. Se llaman: “Las Garras de Jaguar”. Además, ando con algo de hambre y se me antoja unos taquitos de suadero».
-Oye, ¿te acompaño? –le expusé. «Yo ando algo de sed y se me antoja un agua de jamaica bien helada».  
Así, nos enrumbamos hacia donde se encontraban las pequeñas tiendas, decoradas con los colores y emblemas alegóricos de las empresas dedicadas a la venta de refrescos carbonatados.
Una señora de mediana edad, de probablemente un metro cuarenta centímetros de estatura, mandil recientemente lavado y en cuyo rostro, destacaba el tono extremadamente brillante de su piel achocolatada, se dirigió a nosotros, invitándonos de la siguiente forma:
-¿Qué les sirvo? –dijo agasajadora-.
-¡Tengo tacos de suadero, de bistec, de tripa, campechanos, de chorizo, de chicharrón en salsa roja y verde!-.
-¿Dé cuales les sirvo y cuántos?-;
-¡Ándele mija, no se me eche pa´tras! –se dirigió a Lucrecia-.
-Además, tengo agua de limón, de tamarindo y de jamaica!, -culminó la señora..
-Seño, a mi me da un vaso grande de agua de jamaica, porfa; -le solicité-.
-¡A mi me da dos taquitos de suadero con harto guacamole y un vaso grande de agua de tamarindo!, -requirió Lucrecia.

Seguidamente tomamos lugar en las sillas de una de las tantas mesas, que al centro de éstas, llevan el emblema de una marca de cerveza muy conocida a nivel mundial, “Crown”. Las sillas no escaparon al emblema cervecero ni en el asiento ni en el respaldo.
«¿Cómo es posible que en una actividad deportiva se promocione una bebida alcohólica?», -me pregunté.
Los anteojos de espejuelos oscuros no me permitían ver los ojos de Lucrecia. La percibí distante. Absorta en el bullicio de los alrededores. Deteniendo la mirada en los movimientos agresivos de los brazos de los jugadores de volibol; abstraída luego en las jugadas relampagueantes de los basquetbolistas.
Opté por no perturbar su ensimismamiento. El tiempo transcurrió por ahí de 10 minutos, cuando, repentinamente su mano izquierda se posó en mi antebrazo derecho. Ella se había sentado a mi derecha en el cuadro horizontal metálico de la mesa.
-¿Y luego? –me preguntó-.
-¿Qué cuentas? –insistió.
-Pos nada. Pensando en la lección que me diste la última noche que estuvimos conversando, -le comenté-. Proseguí de la siguiente manera: «Friedrich Engels al estampar el término “socialismo científico” al modelo integrado por las filosofías hegeliana y feuerbaquiana, ubicó en un plano de menor importancia al socialismo utópico. Tú, la otra noche, en tu conversación, me compartiste magistralmente cada una de estas corrientes filosóficas. Al oírte, recordé, que Marx catalogó el pensamiento materalista feuerbaquiano de voluble y frívolo en algunos aspectos. Colindando, en ocasiones, con el idealismo. De las proposiciones establecidas en dos tesis; una escrita por Marx y la otra, escrita por Marx y Engels, es que se establecen las inferencias para la Concepción Materialista de la Historia. Para el pensamiento hegeliano, la historia es una evolución paradójica que expresa el autodesarrollo de la idea absoluta. El pensamiento marxista establece que son las fuerzas productivas y las relaciones de producción las que determinan el curso del desarrollo socio-histórico. Los idealistas (de escuela hegeliana, la mayoría) fundamentan que la dinámica de la historia es el desarrollo de las ideas. El marxismo exhibe la base material de esas ideas, concretándolas y establece a partir de esa premisa, el eslabón del acontecer histórico. Recuerda Lucrecia, que Marx fundamentó parte de su filosofía en los estudios de Adam Smith y David Ricardo, afirmando que el origen de la riqueza era el trabajo y el origen de la ganancia capitalista era el plustrabajo no retribuido a los trabajadores en sus salarios. El pensamiento capitalista nos divide en clases sociales: proletarios y burgueses. El marxismo postula que el comunismo es una forma social en la que la división en clases ha terminado. El modelo económico marxista se basa en una estructura conformada por la asociación de productores libres. La producción y distribución de los bienes del modelo económico marxista se propone repartirlos según el criterio: “a cada cual de acuerdo a su capacidad; a cada cual según su necesidad».

             Lucrecia oyó en silencio y con mucha atención lo que expuse. Al cabo de un rato de mudez y cuando por fin, Lucrecia se proponía decir algo, la burbuja de quietud y parcial sosiego fue explotada por la irrupción de la señora del changarro, al llevar alegremente en sus manos, el plato de tacos y los dos vasos con aguas frescas.
Luego de sorber algunos tragos de agua de jamaica y sentir la agradable sensación de frescura pasar por mi garganta; experimentar en el cogote el mecanismo de arrastre provocado por el transito líquido de los volúmenes de deliciosa agua fresca de color rojo, acarreando en su vórtice la sustancia viscosa salival aferrada en mi bóveda bucal.
Saciar la demanda de agua de mi cuerpo al apaciguar la sed a través de transportar hacia mi estomago la mucosa proveniente de la deshidratación, gracias a cada bocanada del acuoso elixir, trajo algún grado de saciedad. Suministrar agua a mi organismo mediante la ingesta deliciosamente agradable de un vaso de agua de jamaica, fue tan usualmente común como hidratante.
Regresé mi mirada hacia Lucrecia, que para esto, con una sincronía de semáforo, alzaba hacia su boca el taco de suadero, para regresar la mano al contorno plástico del plato, donde yacía aguardando, el otro taco. Entre cada ciclo del brazo, para llevar el alimento a su destino y regresarlo a su posición de descanso, hubo el tiempo para exprimir la mitad del limón sobre la carne de suadero enrollada en la tortilla de maíz y abastecer a ésta de salsa de guacamole.
Y reiniciar el ciclo.
Eventualmente había irrupciones para beber porciones de agua de tamarindo.
Mientras Lucrecia comía, dirigí mi mirada hacia la puerta de entrada del colegio donde nos encontrábamos. Contingentes de jóvenes entraban y salían al mismo tiempo. La minoría vestía deportivamente. La mayoría andábamos turisteando o apoyando a algún amigo o conocido o a alguien con quien teníamos algún vinculo afectivo. En las manos, algunos con suculentos hot dogs, otros con apetitosas hamburguesas y ambas comidas chatarras acompañadas de la infaltable botella de refresco. Mayoritariamente de cola.
-¡Oye, estos tacos estaban riquísimos! –confesó Lucrecia, -para añadir: «La salsa de guacamole esta picosita, pero gustosita. Esta ñora si que sabe guisar muy bien el suadero. Y el agua de tamarindo está muy refrescante. Ni muy dulce ni muy desabrida. La verdad, estoy satisfecha».
Prosiguió:
-Me interesa seguir desarrollando lo que hace unos momentos me comunicabas respecto a la filosofía marxista, -se dirigió hacia mí-.
-Mmmmm…. ¿Te parece si hoy por la noche, luego de despedirme de Lucero,  proseguimos? –le propusé.
-Me parece –respondió-.

Seguidamente, nos dirigimos a la cancha #7, en la cual, en minutos iniciaría el juego donde intervendría Cosette, la amiga de Lucrecia. Las miembros del equipo “Garras de Jaguar” se encontraban en la cancha, ejecutando movimientos de brazos, piernas, cuello. A la víspera del partido, se hallaban realizando ejercicios de calentamiento. 

miércoles, diciembre 28, 2011

El Muñeco y el Bomaco, animalitos en mi recuerdo


Escrito por Alcides Rojas Chavarría (n. en Managua, 1966)

    En casa de mi abuelita Yeyita (q.e.p.d.), donde viví después del terremoto que destruyó Managua un 23 de diciembre de 1972, hubieron dos mascotas que forman parte del saco de recuerdos gratos que acumuló de mis años maravillosos de niñez. Fueron dos animales emblemáticos, el uno era un gato llamado “Muñeco” y el otro un perro conocido como “Bomaco”.

    “Muñeco” fue un gato de color blanco, pero un blanco perfecto, sin ninguna mancha, sus ojos eran casi rojizos y tenía una cola hermosísima. Era de tamaño tan grande que parecía un gato montés. Con esto quiero dejar claro que "no era cualquier gato", de verdad que era un gato especial.  Era un cazador nato, pero no solamente de ratas y ratones, era capaz de cobrar mejores piezas de caza como garrobos negros, iguanas verdes y conejos de monte. Por lo general, siempre cazaba garrobos subiendo a un árbol de mamón enorme, un 'palencón' que soporto un rayo que lo fulmino durante un 'temporal' en el Chinandega de los años 70.

    Toda pieza cobrada por “Muñeco” no era devorada por él, sino que la llevaba hasta la casa en donde mi prima Cándida (q.e.p.d.) se la preparaba cocinada. Si era un garrobo negro, en una sopa sustanciosa (de la cual muchas veces yo comí); las iguanas verdes eran cocidas y luego desmenuzadas para el gato (para esos años las iguanas verdes no eran consumidas por los Nicas). Los conejos de monte que atrapaba en los maizales cercanos eran una delicia, primero precocidos y luego sofritos en tomatitos "de gallina" que crecían silvestres en las huertas y hasta los patios caseros (los jitomates, hoy en día ya no crecen silvestres) Quiero dejar claro que a “Muñeco” nunca lo vi que se comiera cruda alguna de estas especies, siempre las "entregaba" para su cocción y esperaba paciente su ración de recompensa. Supongo que las ratas y ratones si los devoraba porque aparecían sus restos en el patio. No recuerdo que paso con “Muñeco” porque a partir de 1975 volví a Managua y ya no supe de él.

    “Bomaco” fue un perro de raza "come cuando hay" (pero tengo mis sospechas que cuidado era un mezclado), de buen tamaño, muy fuerte en comparación al perro promedio que convive en el rancho del campesino nicaragüense. Era de color 'canelo claro', con pelo corto, pegado al cuerpo y una cola flexible que terminaba en un mechón blanco en la punta. Su dueño era mi tío Toño y me parece recordar que lo había traído de uno de sus viajes a la ciudad de Estelí, hacia donde viajaba con frecuencia por negocios con un su amigo de apellido Pichardo.  Este perro era un detector natural de garrobos e iguanas, parecía tener un radar incorporado (en NatGeo he visto que en los perros es más desarrollado el sentido del oído que el sentido del olfato) y por esto es que siempre nos acompañaba a "garrobear" en los patios vecinos para que don Eduardo (q.e.p.d.) con su rifle 22 buscará el mejor ángulo de tiro y derribará al garrobo (recuerden que en esos años las iguanas verdes no se cazaban ni para remedio).

    “Bomaco” sobrevivió a dos accidentes de tránsito. Primero, fue atropellado por un auto interlocal que cubría la ruta Chinandega-León que le quebró la pata derecha trasera. El tío Toño se la entablillo con la ayuda de don Chico Mecatero (q.e.p.d.) y después de semanas o meses, le soldó y pudo volver a corretear. El segundo percance lo sufrió con un tractor que jalaba un tráiler lleno de algodón cuando iba rumbo hacia una de las desmotadoras que existieron en el occidente de Nicaragua durante la época dorada del cultivo del algodón. Según dijeron los testigos presenciales, fue increíble como el perro se salvó de ser triturado porque dio una vuelta completa entre la enorme rueda trasera y el guardafango del tractor. Esa vez se quebró la pata delantera... derecha y otra vez lo entablillaron, pasaron semanas o meses y nuevamente volvió a corretear, pero esta vez sí quedo "renqueando" un poco de manera permanente.

    Después de formar parte durante casi trece (13) años de la vida cotidiana en casa de mi abuelita Yeyita, el perro “Bomaco” murió de viejo a mediados de 1986 y fue enterrado al pie de un árbol de Laurel que crecía en el mismo patio.

domingo, octubre 09, 2011

El gallo pinto nicaragüense… abovecultura gastronómica...


Escrito por el Dr. Juan Espinoza Cuadra
México
Octubre de MMXI
 Semilla de cereal expandido en el seudotrapecio nicaragüense, de norte a sur, imprescindible desde lo mínimo y básico hasta lo frívolo. Un chef adorna cada platillo con el arroz, vistiéndolo mestizo y encaratulándolo anglosajón, a la de Batman y Robin, con el frijol. Leguminosa y cereal, cereal y leguminosa, la mezcla astral. Desde la preparación, en la sartén, la lámina plana con su premonición alisea de los bordes, el fuego en la hornilla, el aceite caliente, los trozos picaditos de cebolla se queman infundiendo un aroma sobrenatural. Eriza la piel el crujir. El aroma penetrado desde la infancia, recorre ciclos interminables de acontecimientos y detalles. La señora de la fritanga, la empleada que nos convida, el restaurante que en su detalle del menú, lo hace Señor de la ansiada ingesta. El gallopinto es una sola palabra, sin separación. La mezcla es el secreto de cada anfitrión. Seco, transparente, aromático, se sirve con delgadas tajadas de plátano verde. Crujen en la mar de aceite, suspendidas las más fritas, en el fondo las recientes y el cazo hierve en la lumbre y trasciende el bálsamo las cuadras, las casas, los ranchos, las distancias. El amarillo dorado corona con espigas de trigo al soberano gallopinto. Desde cada hacienda, en lo mejor, o desde cada potrero humilde, llega a los changarros, el queso para freír. Chontales con su olor a ubre de vaca, sus caballos prominentes, de pasos cadenciosos, militares…. la manada, el rebaño, la leche tibia… las moscas, el lodo, las peripecias para trasladar los kilos de los quesos variados… y otra vez, la palangana inundada de aceite y el crujir para salir los trozos dorados para degustar el sabor. No se desestima nada. La carne molida resulta en albóndigas deliciosas, morenas como las mujeres de la tierra, cobrizas de piel y acento como la madre tierra. Así son las bolitas de carne, deliciosas como las tardes-noches de cualquier fritanguería, en León, Managua, San Marcos o Diriamba. Moreno el Sol en sus destellos sobre las aceras, mestizo el mantel, las viandas frescas de jitomate y col. Del plátano también el vinagre que adereza la sazón. El gallopinto es un umbral transitado por los iniciados, paladar compuesto de agua del Río San Juan, de la tierra del volcán, en las laderas del Mombacho se siembra la yerbabuena, el ajonjolí, la nicaraguanidad. Con un vaso grande, como las olas de Masachapa, se llena de chía y tamarindo, para acompañar cada bocado de chile, la cucharada. En la comidería, todos son conocidos, compartiendo los triunfos y las derrotas del día, el gallopinto es la unión, el vértigo, la razón, el enlazador de títulos profesionales con las más humildes profesiones. El tenedor y la cuchara solo se baña cada vez de la arremetida y lo usa el diputado bastardo y el profesional educado. Yo no creo en la política porque soy un soñador, pero sí creo en mis hermanos, el electricista, el barrendero, la marchanta, el vendefrutas, la señora de la tienda del barrio, el que recoge la basura, pues todos, comemos gallopinto. Yo llegaba a mi casa, aguardado por mis hijos, para sentarnos a comer gallopinto. Cuando me descasé, mantuve el recuerdo. En el río Coco mojé mis pies una tarde oscura, cuando en mi reloj marcaba el final de otra aventura. Doña Iguana, con su derrotero de arrugas, me recibió con una sonrisa desdentada. Me ofreció una tortilla caliente, su casa corrompía el ambiente a cebolla, arroz y frijol. Fue la última vez de uniforme verde olivo y de botas militares embarradas de lodo e impotencia. Matilde, el nombre de mi madre, otro nombre como Josefa, Bertha, Norma, Mayra, Marlene, Paola o Esvetlana, aguardaba a su hijo, con la mesa servida de tajadas verdes fritas, queso dorado por las brasas del fogón, y una lluvia pertinaz de olvido.
Visite su blog de poemas:
http://poemasdejuanespinozacuadra.blogspot.com
 

Blog de Narrativa:
http://juanespinozacuadranarrative.blogspot.com/

martes, abril 26, 2011

Adiós, mi vieja Managua

Escrito por Martha Isabel Arana
Orlando, Florida
Enero 2010


    Es una lástima que estuviera yo tan pequeña la noche del fatídico diciembre de 1972 y solo recuerde un par de fugaces detalles de la vieja Managua. Crecí viendo a mi ciudad tras alambre de púas, en escombros, con paredes rajadas e interiores semi desnudos, sin techos ni paredes, dinamitada. Aprendí a conocer de memoria los cuentos del famoso malecón, los parques y las alegres avenidas, porque las personas mayores añoraban sus recuerdos en cada reunión familiar, como queriendo exorcizar los temores de tiempos nuevos. Amé a Managua a través de los ojos de otras generaciones, con nostalgia de épocas mejores, con resentimiento hacia el terremoto que nos arrebató nuestro orgullo. La antigua capital fue para mí la imagen tras la vitrina, el objeto deseado pero nunca obtenido. Aquella ciudad que estuve a punto de vivir, pero llegué ya tarde.


    Las primeras memorias de mi niñez parece que comenzaran, irónicamente, la noche del terremoto. Esas ráfagas, aparentemente olvidadas, vuelven como olas de mar cuando miro imágenes de países viviendo experiencias similares, ayer México y Perú, hoy Haití. Mi Managua se mecía violentamente hace 37 años y los vecinos lloraban, persignándose, jurando que era el fin del mundo en una madrugada interminable de miedo y fatalidad. No estaban tan lejos de la realidad, era el fin de una época, solo el comienzo de nuevos eventos en nuestras vidas.


    Yo era demasiado pequeña, no recuerdo los incendios que estallaban por todos lados, por ejemplo, ni podía comprender en sí, las consecuencias de todo lo que se nos venía encima. Mi mente de niña solamente captaba detalles de cosas extrañas o fuera de lugar que nunca había visto. Una panita verde con agua en el suelo me intrigaba porque de vez en cuando cobraba vida y se movía sin tocarla. El carro rojo de la familia se balanceaba como campana sin sonido, como si el espíritu de la noche lo tuviera poseído. Una vecina gritaba palabras que no entendía y alguien pasaba por la calle sollozando mi familia, donde está mi familia? Mi gente me rodeaba con rostros llenos de expresiones que yo jamás había visto, rezando y clamando ¡Sangre de Cristo! Cada vez que temblaba. Mientras tanto mi querida Managua, la que murió sin dejarse conocer bien por toda mi generación, la que se fue sin darnos tiempo de darle un beso, sucumbía ante la naturaleza que nos mecía a todos, aprovechando la oscuridad, sin piedad…


domingo, enero 16, 2011

Memorias de una muchacha bonita

Escrito por Martha Isabel Arana
Orlando, Florida 2005

    Cuentan que hace años, un muchacho de Managua fue invitado a una boda en la antigua Ciudad Universitaria. Llegado el día, aunque estaba nublado y los ánimos lo invitaban a quedarse en casa, Ernesto, el joven de la historia, no quería perderse el esperado acontecimiento porque quien se casaba era uno de sus amigos más queridos. Pensando que valía la pena el viaje y tomando en cuenta que León no está muy lejos de la capital, decidió salir temprano para llegar a tiempo y no sufrir ningún atraso. Cuando llegó a la zona donde el Lago Xolotlán comienza a coquetear mostrando su azul a las personas que transitan la Carretera Vieja a León, comenzó una lluvia fuerte a caer sin clemencia, desbordándose el cielo y provocando uno de esos aguaceros tropicales que parecieran no van a parar jamás.

No había dejado  atrás el recuerdo del lago, ni el olor a tierra mojada había abandonado su mente, cuando de pronto divisó a un lado de la carretera a una muchacha  de cabello hermoso  haciendo señas para que la ayudara. Ernesto bajó la velocidad de su carro y al detenerse, ella le comentó que su vehículo estaba dañado y que necesitaba viajar a León para asistir a una boda a la que había sido invitada.  Compadecido por verla sola bajo ese tiempo amenazante, el joven decidió llevarla y así aprovechar un poco de buena compañía.  Al comenzar a platicar con ella no pudo evitar dejarse llevar por la calidez de su voz y la sencillez de su sonrisa que contrastaban con la palidez fría en su rostro delgado. Casualidades de la vida, la boda que ambos asistirían resultó ser la misma y entre canciones y alegría, él buscaba cualquier minuto libre para apartarse de sus amistades y acercarse a ella.  La muchacha, sola en una esquina de la casa, parecía esperar  únicamente su compañía.  Se ofreció entonces Ernesto para llevarla de regreso a Managua, lo cual ella aceptó gustosa y ambos partieron cerca de la medianoche.  El joven disfrutaba la compañía  de su compañera, el negro fondo de su cabello de estrellas y la plática serena que solamente una persona que ha perdido todo y está en paz puede ofrecer.  El aire se llenaba todo con el olor natural de mujer bonita.



    Cuando venían por la misma zona del lago donde Ernesto la miró por primera vez, ella le dijo que se detuvieran, que tenía que bajar. El insistió en acompañarla hasta su casa, pero la muchacha se negó rotundamente. Le explicó que moraba muy cerca de allí, que no quería que se atrasara porque era peligroso viajar de noche.   Entonces él le prestó su saco para que se protegiera de la llovizna que aún caía ligera, buscando una excusa para verla nuevamente. Se bajó la muchacha de prisa y se perdió en la neblina espesa de un caminito perdido.  Ernesto hubiera jurado que flotaba al caminar, como las apariciones en pena en las noches cálidas de la Semana Santa.

    Al día siguiente regresó al camino que lucía ahora distinto bajo la luz del sol.   Esta vez no había lluvia,  neblina, mucho menos muchacha.  Se bajó, buscó, preguntó en diversos caseríos dando las señas y el nombre de la misteriosa y hermosa mujer que lo había acompañado la noche anterior. Sorprendidas las personas que se acordaban de ella, le dijeron que esa joven había fallecido hacía más o menos un año en un trágico accidente  en una tarde lluviosa camino a una fiesta en Poneloya.   Incluso le comentaron que había una cruz cerca de allí con nombre y fecha. El joven se sentía confundido y poniéndose de mal humor, pensó que las buenas personas se burlaban de él.    Pidió entonces que lo llevaran al lugar donde supuestamente estaba enterrada la pobre muchacha porque no podía creerlo.  Su corazón latió con fuerza y un escalofrío inesperado cubrió su cuerpo ante una visión insólita que no esperaba.  Colgado en la cruz estaba su saco, inconfundible. Lo tomó en  sus manos temblorosas, lo acercó a su rostro para cerciorarse que era suyo y lo sintió húmedo, frío, marchito.  Mezclado con su propio perfume, apenas casi perceptible, flotaba en el aire el olor agradable de aquella mujer bonita.


jueves, enero 06, 2011

Diciembre de mis recuerdos


Tú que estás lejos
de tus amigos
de tu tierra y de tu hogar
y tienes pena,
pena en el alma
porque no dejas de pensar.

Tú que esta noche
no puedes
dejar de recordar,
quiero que sepas
que aquí en mi mesa
para Ti tengo un lugar.

En aquellos diciembres de mi niñez, las primas recorríamos la casa entera de los tíos inventando juegos y descubriendo secretos empacados en papel de regalo. A medida que iban llegando, otros miembros de la familia colocaban sus obsequios al pie del árbol de Navidad para deleite de nosotras que llenas de curiosidad no queríamos perder ningún detalle. La tele con su imagen en blanco y negro, interrumpía de vez en cuando nuestros juegos para alegrar el ambiente con algún comercial de moda que cantábamos de memoria: En el nuevo año venidero, se lo deseamos placentero, saboreando la vida por entero... Los primos varones se entretenían afuera en la calle, aprovechando la fumadera de "los grandes" que entre tragos, boquitas y música se divertían observando a los muchachos. Candelas romanas, bombas y triquitracas  explotaban una tras otra, dejando en el pavimento los rastros de pólvora, periódicos y uno que otro cachinflín que se había escapado y no había explotado a tiempo en su apretada envoltura roja.

Yo no olvido el Año Viejo
porque me ha dejado cosas muy buenas
me dejó una chiva, una burra negra
una yegua blanca y una buena suegra...

Finalmente, después de tantos cohetes, Pepsi-colas, juegos, abrazos de media noche, Misa de Gallo y ojos cansados, venía mi hora favorita: la cena familiar. Nos reuníamos las diferentes generaciones en una enorme mesa decorada para la ocasión, donde relucían y llamaban mi atención unas grandes manzanas coloradas y racimos frescos de uvas, frutas que no se acostumbraba ver en el país más que para esas fechas. Kilométrica para mi estatura, nuestra mesa parecía alargarse un poco más cada año a medida que los primos mayores se casaban y nuevos parientes pasaban a formar parte de nuestra familia. En el lugar de honor de la mesa se sentaba la abuelita con sus hijos a ambos lados. De mayores a menores, el otro extremo de la mesa era territorio reservado para nosotros, los chavalos y los "jóvenes de corazón" que entre bromas y sonrisas insistían que de ese puesto nadie los movía.

Comenzaban las presentaciones, los discursos, el brindis. No faltaba el primo bohemio que, levantando su copa y declamando sus versos, erizaba la piel y robaba la atención incluso de los más pequeños:

"Por esa brindo yo, dejad que llore,
y en lágrimas desflore
esta pena letal que me asesina;
dejad que brinde por mi madre ausente,
por la que llora y siente
que mi ausencia es un fuego que calcina.

Por la anciana infeliz que sufre y llora
y que del cielo implora
que vuelva yo muy pronto a estar con ella;
por mi Madre bohemios, que es dulzura
vestida en mi amargura
y en esta noche de mi vida, estrella..."

Al igual que los amigos del poeta, nuestra mesa también callaba no queriendo profanar el sentimiento nacido del dolor y la ternura.

Rompía el silencio, los aplausos, los gritos, la algarabía. Las manzanas y las uvas una por una desaparecían de los centros de mesa, como si disfrutaran saltando de mano en mano entre los chistes y las risas de los presentes: "Ella se llevó una", "yo vi que se la metió en la cartera", "vos ya te comiste dos, ¡no te las comás todas!”. Venía enseguida la delicia de la noche, el pavo o chompipe, con el relleno preparado para la ocasión de manos y esfuerzo de las tías. Sabíamos que después de la comida vendría el riquísimo Pío V, cuyo “quinto” había sido substituido cariñosamente con el nombre de la tía, quien con tanto amor lo preparaba año tras año, inmortalizando de esa manera su receta en nuestras vidas.

Aún recuerdo a las tías, las manzanas, la alegría y una que otra nota de esta mi canción preferida...

Me perdonan que me vaya de esta fiesta,
pero hay algo que jamás podré olvidar,
una linda viejecita que me espera
en la noche de esta eterna Navidad...
Faltan 5 pa' las doce...


 Martha Isabel Arana
Orlando, Florida
12 de diciembre, 2006

Fotografía: Cristina Trejo

viernes, diciembre 10, 2010

Mi triste madrugada del 24 de diciembre de 1972

Escrito por el Dr. Juan Espinoza Cuadra

México

A 28 de Enero de MMX

Ansiosamente le insistí a mi madre recordara nuestra cita para la noche. La película, según la publicidad, era terrorífica. El tema giraba en torno a un monstro de color verde, marino, humanoide y que salía de las aguas turbias de un cuerpo de agua pestilente para amedrentar a las personas. Para esto, mi madre se sentaba en su amplia silla abuelita, de madera, comprada por mi padre, posiblemente en Masaya. Y yo me acomodaba en su regazo, con una colcha de motivos infantiles, cuyos detalles se pierden hoy en la memoria. Esa noche prometía ser igual. Y en parte lo fue. Llegó la hora del evento y lo disfrutamos como siempre. Entre cada comercial ella o yo tomábamos camino hacia el baño, calculando el tiempo necesario para poder satisfacer las necesidades provocadas por el miedo, la sala premeditadamente oscura y la ingesta de un famoso refresco de cola. Me dormí probablemente mucho antes del término de la película y mi madre como siempre, se dispuso a llevarme a mi cama, abrigarme y besarme muchas veces, quizás anticipando los besos que me harían falta a partir de esa noche.

Sentí mis hombros agitados y estremecidos por unas manos ansiosas y acompañadas de gritos estridentes conminándome a despertar y salir de casa. Era el primer temblor, eran aproximadamente las 10:00 de la noche del viernes 22 de diciembre de 1972. Fue la primera amonestación antecediendo la catástrofe. Bertha Cuadra ya afuera, yo en sus brazos y ambos envueltos en sábanas y mi padre, Pedro Pablo Espinoza Monterrey, el poeta carpintero, ansiosamente disponiendo sillas para nuestra comodidad, es una imagen cíclica, abrumadoramente repetitiva y difícil de olvidar. El cielo pintaba un tono demencialmente escarlata y esa acentuación exagerada involucrando un mensaje de desolación no pudo ser interpretado. Por la preocupación de los vecinos tatuada en el silencio de la noche comenzó a transitar el ángel de la muerte. Alrededor de las 10:30 trepidó nuevamente y los gritos iluminaron las penumbras, los ojos adormilados de los expectantes se abrieron para recibir la nueva dosis de miedo, la inmaculada continuación de la cuota de incertidumbre era realidad. A partir de ese momento solo fue cuestión de que las circunstancias se acomodarán al tic-tac de lo irremediable. Una cantidad de personas difícil de aproximar dispusieron ingresar nuevamente a sus hogares, en cuenta mi madre, mi padre y yo.

Un mal hábito al dormir que según mis padres atentaba contra mi salud fue mi salvación. En mi niñez colocaba siempre una almohada en mi rostro. Luego pasaba la sábana por encima de ésta y estas eran mis condiciones idóneas para conciliar el sueño. Recuerdo antes de dormir ver como mi madre se acomodaba en la oscuridad en la cama cercana a la mía en lo que era mi cuarto. Y tras la cortina que fungía como puerta, distinguir a mi padre disponiéndose a acomodar su cuerpo sobre una lona sostenida por un andamiaje de maderos cruzados, que en Nicaragua se llama tijera, y que coloco en la entrada de la casa. Esa fue la última imagen.

Intenté desesperadamente moverme sin conseguirlo, quitar la almohada de mi rostro y no pude, mi respiración era difícil por algo que comprimía mi pecho, comencé a gritar: mamaaaaaá, papaaaaaá…. y lo único que logré fue escuchar mi voz de niño, palpitantemente desesperada y los gritos, al inicio enérgicos, fueron perdiendo arrojo y la oscuridad que encontré al abrir mis ojos con mucho esfuerzo siguió ahí inmutable y solidaria haciéndome compañía. El desmayo fue el siguiente paso. Y esa sensación de claustro, de reclusión y encierro aún me hace despertar sudoroso y angustiado. Mi vida de niño quedo atrapada entre dolorosas imágenes y terribles recuerdos, apresado entre aquellos kilos de tierra y escombros y la impresión y estremecimiento insustituibles que me ha dejado haberme muerto a los 6 años de edad.

La brisa ardiente de la madrugada entro por mis fosas nasales y al abrir mis ojos lo primero que vi fue el árbol de mango de la vecina y de fondo el cielo aún carmesí. Ya no éramos vecinos puesto que el límite que propiciaba el término estaba totalmente destruido y sobre el suelo. Me erguí sobre mi cintura y vi la parte posterior de la casa de mi madre totalmente destruida. Lo único en pie era la parte frontal. Seguidamente logré apreciar la silueta de mi padre que con sus desesperadas y sangrantes manos buscaba entre los escombros a mi madre. Se acercó amoroso y angustiado hasta donde yo aún trataba de recobrar el entendimiento para preguntarme: -Hijo, dónde está tu madre?-. Atiné a responderle que en la cama cercana a la mía. Se dirigió trastabillante con sus pies heridos hacia el sitio y con sus manos laceradas y carentes de rapidez, inicio nuevamente la atormentada búsqueda, tirando bloques rotos, pedazos de madera, trozos de aluminio, fragmentos de vidrio para a los pocos minutos culminar encontrándola. La desenterró totalmente y posteriormente la cargo en sus adoloridos y sanguinolientos brazos hasta conducirla a la calle. No recuerdo quién saco la silla abuelita en la que hacia menos de 3 horas, mi madre y yo mirábamos la película cuyo contenido de terror era una triste mueca comparada con la realidad que se vivía. Y en esa silla fue depositada Bertha Cuadra. Mi padre ahogo al cielo púrpura con sus gritos, su clamor alentando el despertar de su esposa fue solo un insistente y necio reclamo contra la voluntad de Dios. Su titánica tarea culmino con rescatar con vida a su pequeño hijo. Una señora curtida por los años, tostada por el dolor y la soledad y además amiga de muchos años de mi madre se acercó llorosamente tranquila hacia ella y coloco sobre su nariz un pequeño pedazo de vidrio. No hubo condensación.

La madrugada se hizo aún más extensa, podría escribir que como una línea trazada en mis ojos por una silente confesión de pérdida. Y ahí el cuerpo de mi madre, sobre una sábana perteneciente a su hermana, en el estacionamiento techado de la casa en Altamira D` Este, los portones abiertos, la luz ebria y amarilla de los cirios soportados en cuatro candelabros. Y en el entorno se recuperaba la oscuridad de su embriaguez antojadiza, predominante, espontánea. Y las sombras que se dibujaron en las paredes al vaivén de las velas, hicieron palpitar aún más mi corazón porque hasta entonces, desde después, me percaté que las penumbras radicarían por siempre en los días grises por venir. Aún no me acerco al cuerpo de mi madre porque para mí ella sigue aguardándome en su silla adimensional en cuyas extensiones escaladas y medidas solamente en mis sueños, puedo encontrar un remanso, un meandro de sosiego, una insinuación de placidez.

Se han sucedido las madrugadas rosas con un aroma húmedo que semeja al olvido. Pero la indiferencia y el abandono no son de las especies más exóticas de plantar y con las que deleitarse en ese jardín perdido. La asfixiante impresión que te da el polvo atascado en los labios, en la nariz, en los ojos, no los puedo olvidar e intento dejar cada porción de ese sentimiento de encarcelamiento, de ese estremecimiento de sepultura tras cada paso que me aleja del recinto térreo donde ahora habitan los amados restos.

La pléyade de cruces, el marasmo de tumbas, las cataratas de llanto, el dolor que sucumbe ante la realidad, el aroma de los claveles, el perfume de los lirios, la tierra ocre, los zapatos negros elegantemente enfundados del polvo del cementerio y los pasos que te conducen sollozante, perdido hacia la inexistente salida, son imágenes que se suceden en una tira de historias de abatimiento, pasajeras del tren en horario de la tarde. Porque hay tardes de tristeza, crepúsculos sollozantes que enjuagan lágrimas bajo los inmóviles arboles, de cantos de difuntos en un silencio interminable que repta bajo el calcinante Sol, de rosarios innumerables e interminables en aposentos macilentos arrinconados en lo más recóndito del alma. A pesar que las sombras se resisten a pintar paisajes de vida sobre el rostro de las avenidas crucificadas de muerte. Trasladamos el cuerpo de mi madre hacia el cementerio entre el rostro desfigurado de la ciudad destruida, los pies absortos en las heridas, los labios ensimismados en el asombro, la piel marchita por la impotencia y las interrogantes repetitivas, agónicas y anhelantes de evasión.

Mi mirada quedo suspendida en un punto rojizo y distante en el cielo. Aún continúa ahí. Mi angustia por no comprender los alcances del significado de la muerte de mi madre aún prevalece en todos los estadios de mi razonamiento, a pesar de que ya mi pelo pinta canas. La zozobra de no poder encontrarla cuando la busco eriza mi cuerpo y no me siento satisfecho con mirar una foto de su rostro que tengo colgada en una pared en la sala de mi casa en México. Me rehuso resignarme a haberla perdido, a admitir dimitir su significado y conexos. A partir de la madrugada del 23 de diciembre la busco sin cesar para no perderla definitivamente con la esperanza de encontrarla.

Por las destruidas calles de la Managua atemporal y clavada en la dimensión de lo irreal y confuso camina aún un niño que a ratos se inventa las mil razones para no desistir.


Blog de poemas de Juan Espinoza Cuadra:
http://poemasdejuanespinozacuadra.blogspot.com/
Blog de opinión de Juan Espinoza Cuadra:
http://enopiniondejuanespinozacuadra.blogspot.com/

(Recuerdos del Dr. Juan Espinoza Cuadra recopilados por Martha Isabel Arana el 29 de enero de 2010)