viernes, diciembre 10, 2010

Mi triste madrugada del 24 de diciembre de 1972

Escrito por el Dr. Juan Espinoza Cuadra

México

A 28 de Enero de MMX

Ansiosamente le insistí a mi madre recordara nuestra cita para la noche. La película, según la publicidad, era terrorífica. El tema giraba en torno a un monstro de color verde, marino, humanoide y que salía de las aguas turbias de un cuerpo de agua pestilente para amedrentar a las personas. Para esto, mi madre se sentaba en su amplia silla abuelita, de madera, comprada por mi padre, posiblemente en Masaya. Y yo me acomodaba en su regazo, con una colcha de motivos infantiles, cuyos detalles se pierden hoy en la memoria. Esa noche prometía ser igual. Y en parte lo fue. Llegó la hora del evento y lo disfrutamos como siempre. Entre cada comercial ella o yo tomábamos camino hacia el baño, calculando el tiempo necesario para poder satisfacer las necesidades provocadas por el miedo, la sala premeditadamente oscura y la ingesta de un famoso refresco de cola. Me dormí probablemente mucho antes del término de la película y mi madre como siempre, se dispuso a llevarme a mi cama, abrigarme y besarme muchas veces, quizás anticipando los besos que me harían falta a partir de esa noche.

Sentí mis hombros agitados y estremecidos por unas manos ansiosas y acompañadas de gritos estridentes conminándome a despertar y salir de casa. Era el primer temblor, eran aproximadamente las 10:00 de la noche del viernes 22 de diciembre de 1972. Fue la primera amonestación antecediendo la catástrofe. Bertha Cuadra ya afuera, yo en sus brazos y ambos envueltos en sábanas y mi padre, Pedro Pablo Espinoza Monterrey, el poeta carpintero, ansiosamente disponiendo sillas para nuestra comodidad, es una imagen cíclica, abrumadoramente repetitiva y difícil de olvidar. El cielo pintaba un tono demencialmente escarlata y esa acentuación exagerada involucrando un mensaje de desolación no pudo ser interpretado. Por la preocupación de los vecinos tatuada en el silencio de la noche comenzó a transitar el ángel de la muerte. Alrededor de las 10:30 trepidó nuevamente y los gritos iluminaron las penumbras, los ojos adormilados de los expectantes se abrieron para recibir la nueva dosis de miedo, la inmaculada continuación de la cuota de incertidumbre era realidad. A partir de ese momento solo fue cuestión de que las circunstancias se acomodarán al tic-tac de lo irremediable. Una cantidad de personas difícil de aproximar dispusieron ingresar nuevamente a sus hogares, en cuenta mi madre, mi padre y yo.

Un mal hábito al dormir que según mis padres atentaba contra mi salud fue mi salvación. En mi niñez colocaba siempre una almohada en mi rostro. Luego pasaba la sábana por encima de ésta y estas eran mis condiciones idóneas para conciliar el sueño. Recuerdo antes de dormir ver como mi madre se acomodaba en la oscuridad en la cama cercana a la mía en lo que era mi cuarto. Y tras la cortina que fungía como puerta, distinguir a mi padre disponiéndose a acomodar su cuerpo sobre una lona sostenida por un andamiaje de maderos cruzados, que en Nicaragua se llama tijera, y que coloco en la entrada de la casa. Esa fue la última imagen.

Intenté desesperadamente moverme sin conseguirlo, quitar la almohada de mi rostro y no pude, mi respiración era difícil por algo que comprimía mi pecho, comencé a gritar: mamaaaaaá, papaaaaaá…. y lo único que logré fue escuchar mi voz de niño, palpitantemente desesperada y los gritos, al inicio enérgicos, fueron perdiendo arrojo y la oscuridad que encontré al abrir mis ojos con mucho esfuerzo siguió ahí inmutable y solidaria haciéndome compañía. El desmayo fue el siguiente paso. Y esa sensación de claustro, de reclusión y encierro aún me hace despertar sudoroso y angustiado. Mi vida de niño quedo atrapada entre dolorosas imágenes y terribles recuerdos, apresado entre aquellos kilos de tierra y escombros y la impresión y estremecimiento insustituibles que me ha dejado haberme muerto a los 6 años de edad.

La brisa ardiente de la madrugada entro por mis fosas nasales y al abrir mis ojos lo primero que vi fue el árbol de mango de la vecina y de fondo el cielo aún carmesí. Ya no éramos vecinos puesto que el límite que propiciaba el término estaba totalmente destruido y sobre el suelo. Me erguí sobre mi cintura y vi la parte posterior de la casa de mi madre totalmente destruida. Lo único en pie era la parte frontal. Seguidamente logré apreciar la silueta de mi padre que con sus desesperadas y sangrantes manos buscaba entre los escombros a mi madre. Se acercó amoroso y angustiado hasta donde yo aún trataba de recobrar el entendimiento para preguntarme: -Hijo, dónde está tu madre?-. Atiné a responderle que en la cama cercana a la mía. Se dirigió trastabillante con sus pies heridos hacia el sitio y con sus manos laceradas y carentes de rapidez, inicio nuevamente la atormentada búsqueda, tirando bloques rotos, pedazos de madera, trozos de aluminio, fragmentos de vidrio para a los pocos minutos culminar encontrándola. La desenterró totalmente y posteriormente la cargo en sus adoloridos y sanguinolientos brazos hasta conducirla a la calle. No recuerdo quién saco la silla abuelita en la que hacia menos de 3 horas, mi madre y yo mirábamos la película cuyo contenido de terror era una triste mueca comparada con la realidad que se vivía. Y en esa silla fue depositada Bertha Cuadra. Mi padre ahogo al cielo púrpura con sus gritos, su clamor alentando el despertar de su esposa fue solo un insistente y necio reclamo contra la voluntad de Dios. Su titánica tarea culmino con rescatar con vida a su pequeño hijo. Una señora curtida por los años, tostada por el dolor y la soledad y además amiga de muchos años de mi madre se acercó llorosamente tranquila hacia ella y coloco sobre su nariz un pequeño pedazo de vidrio. No hubo condensación.

La madrugada se hizo aún más extensa, podría escribir que como una línea trazada en mis ojos por una silente confesión de pérdida. Y ahí el cuerpo de mi madre, sobre una sábana perteneciente a su hermana, en el estacionamiento techado de la casa en Altamira D` Este, los portones abiertos, la luz ebria y amarilla de los cirios soportados en cuatro candelabros. Y en el entorno se recuperaba la oscuridad de su embriaguez antojadiza, predominante, espontánea. Y las sombras que se dibujaron en las paredes al vaivén de las velas, hicieron palpitar aún más mi corazón porque hasta entonces, desde después, me percaté que las penumbras radicarían por siempre en los días grises por venir. Aún no me acerco al cuerpo de mi madre porque para mí ella sigue aguardándome en su silla adimensional en cuyas extensiones escaladas y medidas solamente en mis sueños, puedo encontrar un remanso, un meandro de sosiego, una insinuación de placidez.

Se han sucedido las madrugadas rosas con un aroma húmedo que semeja al olvido. Pero la indiferencia y el abandono no son de las especies más exóticas de plantar y con las que deleitarse en ese jardín perdido. La asfixiante impresión que te da el polvo atascado en los labios, en la nariz, en los ojos, no los puedo olvidar e intento dejar cada porción de ese sentimiento de encarcelamiento, de ese estremecimiento de sepultura tras cada paso que me aleja del recinto térreo donde ahora habitan los amados restos.

La pléyade de cruces, el marasmo de tumbas, las cataratas de llanto, el dolor que sucumbe ante la realidad, el aroma de los claveles, el perfume de los lirios, la tierra ocre, los zapatos negros elegantemente enfundados del polvo del cementerio y los pasos que te conducen sollozante, perdido hacia la inexistente salida, son imágenes que se suceden en una tira de historias de abatimiento, pasajeras del tren en horario de la tarde. Porque hay tardes de tristeza, crepúsculos sollozantes que enjuagan lágrimas bajo los inmóviles arboles, de cantos de difuntos en un silencio interminable que repta bajo el calcinante Sol, de rosarios innumerables e interminables en aposentos macilentos arrinconados en lo más recóndito del alma. A pesar que las sombras se resisten a pintar paisajes de vida sobre el rostro de las avenidas crucificadas de muerte. Trasladamos el cuerpo de mi madre hacia el cementerio entre el rostro desfigurado de la ciudad destruida, los pies absortos en las heridas, los labios ensimismados en el asombro, la piel marchita por la impotencia y las interrogantes repetitivas, agónicas y anhelantes de evasión.

Mi mirada quedo suspendida en un punto rojizo y distante en el cielo. Aún continúa ahí. Mi angustia por no comprender los alcances del significado de la muerte de mi madre aún prevalece en todos los estadios de mi razonamiento, a pesar de que ya mi pelo pinta canas. La zozobra de no poder encontrarla cuando la busco eriza mi cuerpo y no me siento satisfecho con mirar una foto de su rostro que tengo colgada en una pared en la sala de mi casa en México. Me rehuso resignarme a haberla perdido, a admitir dimitir su significado y conexos. A partir de la madrugada del 23 de diciembre la busco sin cesar para no perderla definitivamente con la esperanza de encontrarla.

Por las destruidas calles de la Managua atemporal y clavada en la dimensión de lo irreal y confuso camina aún un niño que a ratos se inventa las mil razones para no desistir.


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(Recuerdos del Dr. Juan Espinoza Cuadra recopilados por Martha Isabel Arana el 29 de enero de 2010)

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