martes, enero 04, 2011

La boca del infierno


 Cuento escrito por Rosario Lynch (Q.E.P.D)

    Francisco del Pino y Sarmiento, vernáculo de la vieja Madre Patria ya había atestiguado al Fraile Blas del Castillo, intentar el descenso al cráter del Volcán Santiago.

    Sin poseer la bendición de los reyes ni ser represente del feudo, había llegado a estas fértiles tierras movido por su intención de convertirse en bucanero de las fragatas que poblaban los mares del Atlántico. Pero al llegar al nuevo mundo, a como muchos que en 1539 se aventuraban a navegar hasta este lejano mundo, sorteando la piratería, decidían permanecer en tierra firme, atraídos por las riquezas aquí ocultas y sus mujeres bellas. Lo último en particular le había subyugado, habían sido las indígenas, esculpidas, -a como lo describía en sus cartas- en cobre y ámbar auténticos. De ojos oblicuos y mirar escurridizos, de rizos como las noches oscuras sin lunas de las praderas centrales, impregnadas por las cenizas sulfurosas del volcán. Damas auténticas- decía- con sonrisas ingenuas y sangre febril, como lo que se encubre en la boca colosal de este Volcán Santiago misterioso. Sagaces ellas como los humos que tintan los cielos azul intenso de los días dorados. Pero subrepticias y enigmáticas ante los ojos ajenos. Por eso sabía que mantener la unidad de un grupo selecto para exportar a la patria grande, que le ganase puntos a su favor al congraciarse con su majestad, la Reina, le costaría mucho sudor y penas.

    Francisco se movía cómodamente en los círculos del protectorado, sabía bien refugiarse en las sombras de los que llevaban en sus manos el poder, esos mismos que se dividían a manos llenas las riquezas que lograban al canjear piedras y metales preciosos con los indígenas, por espejos y otras bagatelas. No obstante, la agenda visionaria de Francisco iba más allá de los superfluos trueques, el alcance de su visión no se limitaba a la media hispana de conquistar territorios, de esos extensos que se estrechaban hasta los confines en ambas direcciones de norte a sur. Su interés, aparte de las enigmáticas mujeres de estas tierras que lo habían sabido captivar profundamente, era el oro. Con este último, construiría castillos en las cimas aledañas a ese volcán de riquezas inconmensurables y en los altiplanos españoles, su tierra de origen. Rellenaría sus castillos con su harén de beldades aborígenes llevadas de estas tierras. Pero antes debía de conquistar ese metal que le afloraba su avaricia al solo imaginarlo en toneladas, conquistando ese pozo inagotable a disposición de los osados, como él.

    De acuerdo a la creencia, el mismo averno harto de tanta abundancia, lo almacenaba allí para que los valientes aventureros lo adquiriesen al descender hasta sus fauces abiertas. Francisco sabía que la misión no era del todo fácil, ni delegable a los aborígenes, ignorantes del valor de la fortuna escondida en el cráter. Le correspondía a él solamente, bajar hasta las entrañas de la tierra para extraer ese oro líquido y atesorarlo en un lugar seguro antes de transportarlo a su tierra de origen. Para entonces ya sería el hombre más acaudalado del planeta, a lo que debía de añadir la suerte de contar con abundante mano de obra gratuita en este país nuevo, de feudatarios y cortesanos. Con ellos, empezaría de inmediato con ese proyecto que conllevaría una fase media de preparación, ejecutando las destrezas que él no poseía, como el entreteje de las fibras de la cabuya para las cuerdas, el trabajo con el cuero para hacer las correas que sostendrían el cesto que usaría como ascensor, fuerte como el usado por el Fraile Blas, elaborado con fibra de junco, palmeras y cañas flexibles y las cuerdas, gruesas como las usadas en los navíos para atarlos al puerto. Y mientras un centenar de esclavos empezaba con los preparativos para la construcción del primer palacio, en la cúspide de la loma del Coyotepe, a una distancia prudente y estratégica del volcán, otros daban inicio inmediato con las obras para el descenso al cráter. Su idea era construir un sistema de terrazas para bajar hasta media distancia, mientras a ese nivel se construiría un terraplén. Aquí, se sembrarían varios postes con argollas y arandelas para hacer correr por allí a las fuertes correas de donde se sujetarían las cuerdas para bajar el cesto del ascensor, despacio y controladamente. Desde aquí, él dirigiría la obra, dando las órdenes de bajar, subir o frenar, a sus traductores y estos a los vasallos responsables de sujetar la cuerda. Visto de esa manera parecía un procedimiento sencillo. No así en la realidad. La distancia desde donde se construiría la terraza, debía hacerse en base a cálculos, ante la inexistencia de información sobre la profundidad a la que debía de descender. En segundo lugar estaba el problema de lo escabroso del terreno, formado especialmente de rocas volcánicas. Eso tendría efecto en la tardanza de las excavaciones para asegurar los postes, pero aumentando el número de siervos y de latigazos, podría hacerlos trabajar con rapidez, evitando así, retrasos innecesarios.

    Día a día, de sol a sol, supervisó el trabajo de los hombres encadenados; el sol tostando sus torsos hasta volverlos brillosos, los viejos esclavos se volvieron más viejos, y los jóvenes perdieron su vigor, hasta que un día, todo estuvo listo para la prueba.

    Francisco del Pino y Sarmiento, estaba a los umbrales de lograr su objetivo máximo, sus ojos brillaron ante la sola idea de sumergir sus manos limpias en ese oro refulgente, cubrirse de él y lanzar los brazos al cielo en señal del poder que con ese obtendría. Volvió a repasar con sus vasallos cada detalle sobre su bajada y se acomodó en el cesto que lo llevaría a la eternización de sus realizaciones, a como nadie más en la historia. Lento y seguro empezó a descender, mientras los siervos, sudorosos, de ojos profundos, mostrando en sus espaldas las marcas de su labor forzada, sujetaban la cuerda con sus manos encallecidas.  



    Unas rocas porosas se desmoronaron de las faldas. El descenso continuó, sin interrupciones, mientras el cesto se alejaba, volviéndose minúsculo a la vista, las arandelas siguieron rodando, los siervos sujetando la cuerda y la emoción de Francisco al acercarse al inmenso tesoro, aumentando.

    Francisco del Pino y Sarmiento se secó el sudor, la temperatura se volvía virulenta. De pronto la ebullición de los líquidos rojos, produjo un borbotón claro ahora a su vista haciéndole dar un vuelco a su corazón, volvió a secarse el sudor, decidido a no echar pie atrás. Vio hacia arriba y divisó el terraplén y a los siervos aun más minúsculos, sabía que habría bajado tres cuartos y que pronto se podría lavar sus manos en el oro líquido que esperaba por él. De pronto, otro borbotón del que se desprendieron al rojo vivo y más claro aun, una sucesión de llamaradas columpiándose a los gases sulfurosos que lo hicieron carraspear sofocándole la respiración. Fue hasta entonces que cayó en la cuenta del error, de la inminencia críticamente peligrosa a la que lo había llevado su avaricia desmedida. Levantó su mirada y vio solo la imagen borrosa de donde provenía la cuerda y la crítica distancia de su cesto con ese infierno, calcinándole las carnes y haciéndole transpirar hasta del último poro de su cuerpo. Entonces decidió dar la orden inmediata de subir. Tiró dos veces de la cuerda, pero el efecto, dada la distancia a que se encontraba parecía ser nulo. Volvió a tirar, sacudiendo la cuerda tensa con todo su vigor, haciendo balancear el cesto, no obstante, continuaba el descenso. Desesperado gritó a viva voz una y otra vez, escuchando su propio eco rebotar en las paredes de la sección final en forma de embudo del cráter, a donde había penetrado hacia su descenso final. Su rostro encendido, sus ojos escarlatas como el fondo que le esperaba a escasos metros, continuó gritando sin tregua, olvidando su audacia, su valentía y la avaricia que le había motivado a embarcarse en esa aventura, en busca del poder y la fortuna.

    Arriba, los siervos continuaron bajando los últimos metros de la cuerda que quedaban todavía, hasta que llegó a su fin. Entonces ataron el final firmemente al tronco del poste y esperaron el resto de la noche, en espera de la orden de subir.

    Al llegar el alba, sin todavía recibir ninguna señal, los siervos empezaron a murmurar, hasta que el más viejo de todos se puso de pie y les hizo señal al resto.

    - ¡Hemos vuelto a ser hombres libres! –Dijo, procediendo a romper las cadenas que les ataban con los picos.

Rosario Lynch, es también autora del libro Más allá del Horizonte: Cony Dupont. Cuento enviado por su autora a Nicaragua de mis Recuerdos el 28 de abril de 2010.

Fotografía: Alex Azabache


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