La cripta del pueblo

Por Rosario Lynch

Jerónima Petronila Córdoba de Guevara, escuchó las primeras piedras desprenderse del muro adonde su vivienda tenía bien afirmados sus fundamentos, sobre la cima de esa prominencia topográfica, en las faltas del volcán Momotombo. Allí  había edificado ese inmueble el criollo con quien Juana del Espíritu Santo, su madre, había cohabitado toda su vida sin la bendición eclesiástica, hasta que la fiebre amarilla lo había llevado al final de sus días, dejándolas a ambas al amparo de Dios.

Jerónima Petronila había vivido su infancia y crecido, observando cada mañana desde su ventana a ese pueblo con su plaza mayor, adonde las leyendas de Juana, tomaban forma en su imaginación. Allí había visto mentalmente, haciendo rebotarle el corazón en el pecho, a los verdugos con rostros encubiertos al momento de levantar la guillotina y hacer rodar la cabeza de ese hombre, de frente amplia y vestir inmaculado.
A la Plaza Mayor había bajado en tantas ocasiones durante su infancia para examinar por sí  misma con la esperanza de encontrar algún vestigio que le confirmase las leyendas de su madre. Contrario a encontrar las canteras tintadas en el rojo de la sangre que debió haber fluido a caudales, solo las señales de cenizas volcánicas parecían dar testimonio de las ocho décadas transcurridas desde ese suceso. Y dado que su abuela en esa época Dolores Contreras Arias, una criolla sin funciones en estas tierras, que respondiendo a su ignominiosa estirpe ilegitima del ‘cruel’ Pedrarias Dávila, como una alegoría de su destino, la llevase en sus años de adolescencia, a su furtiva relación con Fernández de Córdoba de la que naciese Juana del Espíritu Santo, madre de Jerónima Petronila.

–Fue una acusación  alevosa de parte de Dávila. -Mi padre nunca tuvo aspiraciones de convertirse en gobernador, mucho menos de sublevarse contra la corona. –Afirmaba Juana, quien nunca logró conocerlo, ya que el fusilamiento había tenido lugar a cinco meses antes de su nacimiento. –Había sido Dolores, hija ilegitima de Pedrarias y abuela de Jerónima Petronila quien lo repitiese una y otra vez; quien aseverase que su padre, había ordenado la ejecución de Hernández de Córdoba  ese quince de junio de 1526,  no por el deshonroso delito de traición, sino ante la sospecha del amor apasionado que ella le consagraba en el silencio de su estigma. Ese había sido el detonador que incendiase su ira, con tal insidia que ideó una infracción escarmentada con la máxima pena.  Adolorida, como en un castigo de su propio yerro e imposibilitada de interceder a favor de Hernández de Córdoba, dado que eso solo confirmaría las sospechas de su relación con él, Dolores escapó del pueblo y un tiempo después, al morir Pedrarias, reapareció para radicarse con su hija en la incipiente ciudad de León Viejo, legado del hombre que amó.

Juana repetía las historias de sus padres, como leyendas de otros siglos, de épocas pasadas, de batallas sangrientas. Cuando la población indígena desconocía los fusiles, la pólvora y los hombres blancos montados en corceles. Esa época de 1524 a solo dos años antes de la decapitación de su padre, cuando él sentase las bases para la fundación de esa ciudad de León Imabite, pensando cauteloso en un diseño con rasgos hispánicos, en contraste a los asentamientos de las tribus de ídolos y dialectos, con sus chozas de paja en forma de cono. Donde vivía esa raza de  bravura burbujeándoles en la sangre y recorriendo sus venas con la decisión de combate con que enfrentaron Hernández de Córdoba, bajo el mando de Pedrarias, conocido comúnmente este último, como ‘el cruel,’ por su trato despiadado contra sus subordinados e indígenas.
Un leve movimiento telúrico, sustrajo a Petronila de sus recuerdos. Varios fragmentos de tierra y pedernales volvieron a desprenderse. Ella los vio rodar sobre las faldas de la colina, recordándole una vez más, de la existencia de ese volcán, de donde varias fumarolas provenientes de sus cinco cráteres, vertían su vapor hacia los cielos. Y mientras ella, observaba desde su morada los monasterios de San Pablo y San Francisco, los obeliscos de la catedral, la Plaza Mayor y la Iglesia de la Merced, donde su madre afirmaba yacían los restos decapitados de Hernández de Córdoba y al lado de su tumba, la de su asesino Pedrarias Dávila, muerto seis años más tarde.

Jerónima Petronila recordaba la incógnita que había rodeada las leyendas de su abuelo y la conjetura sobre el paradero de su cabeza al ser guillotinado, cuando un fuerte movimiento de tierra le hizo dar otro salto. Ya se había acostumbrado a la inestabilidad del terreno que pisaba, no obstante, esta vez los movimientos parecían más precipitados y furiosos que de costumbre. Era como si de las entrañas de la tierra se vertiese la furia del dios aborigen del fuego iracundo ante las iniquidades de los pobladores de León.  Volvió a sus pensamientos sobre ese enigma que siempre le había intrigado desde que conociera muchos años atrás el caso de la decapitación;  lo único  que hasta entonces se sabía con cierta certeza era el sitio donde su cuerpo descabezado había recibido sepultura, pero solo leyendas rodeaban lo que pudo haber ocurrido con su cabeza.  Por mucho tiempo se había repetido, que los hombres de Pedrarias le habían presentado la cabeza de Córdoba en bandeja para que él mismo comprobase que sus órdenes habían sido ejecutadas. Pero el misterio de lo que pudo haber ocurrido después, había persistido a través de todo ese tiempo. 

De pronto, un estruendo ensordecedor hizo conmocionar la tierra. Desde la ventana -su sitio favorito para meditar- ella atestiguó el oscurecimiento del sol en plena luz del día como una sentencia de esos retumbos en muestra de la ira repentina del Momotombo.  Pronto las sombras cubrieron el firmamento y el olor a cenizas sulfurosas invadió el aire, como si un designio viniese a limpiar la sangre esparcida sobre esos terrenos otrora pacíficos. La tierra empezó a vibrar, conmoviéndose con furia desde sus entrañas. Un murmullo infernal invadió la paz de esa hora, como si anunciando el apocalipsis que se avecinaba. Petronila se asió fuertemente a un mueble cerca de ella, mientras un borbotón de niebla blanquecina con pestilencia a cenizas azufradas, entraba desafiante por la ventana abierta. A traspiés, la cerró y mientras los ruidos y el movimiento telúrico iban en aumento, ella corrió casi dándose de tumbos hacia el lecho de su madre Juana, -quien todavía guardaba reposo, después que el cólera la mantuviese en cama por varios días- para llevarla a un sitio más seguro. Al mismo instante que Jerónima Petronila abriese la puerta y Juana aterrorizada le extendiese sus brazos en solicitud de auxilio, de la pared trasera, sostenida sobre tierra firme, se abrió una inmensa agrieta ocasionada por el peso sostenido allí de una avalancha producida al desplomarse esa sección de las faldas del volcán. En moción lenta, Jerónima Petronila vio a su madre,  urgiendo su socorro. Ella, en esos segundos que parecieron restarle la velocidad de acción requerida para salvarla, quiso entrar para rescatarla, pero la fuerza enardecida de otro sismo hizo caer toneladas de piedras y tierra encima de Juana, aun con sus brazos extendidos, sepultándola en asuntos de segundos.  Aterrizada Petronila corrió hacia afuera y se lanzó de rodillas, pidiendo misericordia a los cielos y así permaneció, hasta que las vibraciones empezaron a rescindir. Cuando Petronila abrió los ojos, apenas pudo distinguir las siluetas del pueblo, como trazos espeluznantes  en una ciudad fantasma. La oscuridad reinaba, mientras la densa capa de cenizas parecía engrosar. Los techos de la Iglesia la Merced, igual que el resto de los edificios habían adquirido ese aspecto cenizo, sombríamente macabro.

Otro retumbo desde las entrañas de la tierra, le hizo a Petronila volver a su realidad, esa que le decía que la catástrofe no había llegado en vano. Por largo período permaneció  inmóvil hasta que estuvo segura que la tierra ya no era tan frágil bajo sus pies. Luego buscó un refugio donde pasar la noche, sin imaginar siquiera las consecuencias de ese desastre natural. Temprano al día siguiente y bajo las lluvias de arena y cenizas, los emisarios del gobernador difundieron bajo decreto de ley, la asistencia de la población para un cabildo en la Plaza Mayor de la ciudad. Sospechando que nada bueno resultaría de esa consulta, Petronila volvió a la cueva en que se había transformado su vivienda ahora aterrada en piedras, tierra y cenizas y allí se encerró. Sus instintos nunca le habían traicionado y esa tarde conoció la terrible decisión a la que había llegado ese cabildo, a esa determinación en lo absoluto de su beneplácito, por lo que estaba dispuesta a desobedecer.  León, -su pueblo, fundado por su abuelo a quien había aprendido a admirar y convertir en una leyenda; adonde ahora los restos su madre residirían sepultados eternamente, era el sitio adonde ella también permanecería con el propósito de velar vehementemente por el legado filantrópico de sus ancestros.

Los movimientos de tierra sucumbieron al paso de las horas, no así la lluvia de cenizas, emergiendo infinitamente de los cráteres volcánicos, como vomito de maldiciones hacia esa población. A medida que los días pasaron, los techos de las casas fueron cubriéndose de una capa gruesa de sedimentos volcánicos y de pronto, lo que no deseaba presenciar desde su escondite, apareció ante su vista haciéndole desangrar su corazón. La peregrinación, como si fúnebre, cubrió la ciudad, circulando por las calles atestadas de ceniza y expulsiones volcánicas,  hacia las salidas. Un éxodo uniforme denotando la carga del pesar sobre las espaldas que cada uno llevaba consigo, ante el hecho de abandonar lo que de por vida habían atesorado allí.  Jerónima  Petronila observó la multitud evacuando León, como si con el éxodo le abandonase su misma alma volviéndolo en un pueblo fantasma, sin vida. Con exactitud a 86 años de su fundación,  extremadamente joven para la edad de un pueblo para morir y ser sepultado en cenizas.

Fue como si a partir de ese innoble abandono la furia de las expulsiones de toneladas de arena y cenizas se volviese diabólicamente sistemática. Con sofocante impotencia, Jerónima Petronila vio a ese pueblo amado, aterrarse irremediablemente, donde ya solo asomaban tímidas de entre el inmenso manto gris, las torres de los conventos e iglesias, convirtiéndo en un manto lóbregamente blanquizco a las praderas aledañas, por varios kilómetros a la redonda. Taciturnos en la oscura desolación, pasaron noches y días, atestiguando Jerónima Petronila como ese pueblo que ya añoraba infinitamente, del que su vista se privaría el deleite de volver a admirar mucho menos caminar por sus calles, sucumbir bajo esa densa y calurosa lluvia de secreciones volcánicas. Acongojada,  apenas respirando el oxigeno escaso de su escondite, de donde a diario excavaba un orificio para ver con vehemencia lo que la densa nube de cenizas no le permitía. Silenciosa, poseída por el miedo y la soledad infinita, que la sepultaba a ella también, junto a su pueblo y los restos de su madre y de sus antepasados. Acompañada en espíritu por los que se opusieron al cabildo, de quienes optaron por someterse a la furia de ese volcán y que sellados allí quedarían, sin saberse a ciencia cierta, cuantos.

Su cueva, sumergida entre cenizas en alegoría a lo que subsistía de ella y de León, la extinción de la vida, por el agua que ya empezaba a escasear y lo poco de allí  que le recordase la vida. Y mientras su existencia parecía también acercarse al ocaso,  al paso de los días y las semanas,  furtivos parecían sumirla también en ese sueño suave y refrescante de la muerte. Y cuando ya había decidido entregarse, quedando allí  su sepultura, al lado de lo que tanto había amado, el hálito de vida volvió a florecer con la llegada de las torrenciales corrientes del invierno, abundantes como las lagrimas que hubiese deseado verter por ese devastador símbolo apocalíptico. Las aguas corrieron lavando con fuerza las capas de sedimentos sobre el techo de su cueva, arrastrándolas hasta las planicies bajo las cuales yacía su pueblo, aplanándolo para borrar los vestigios; las señales de la sepultura de León, condenado al  olvido a través de los siglos y las generaciones. Por el orificio ahora abierto a medio metro, al lavarse las faldas del volcán, un paisaje desolado como su alma quedaba ahora frente a su vista, sin detalles ni fisonomías más que la añoranza, desierta y sin vida.

En el interior, ella como el único corazón vivo del pueblo, observó las corrientes fluir estrepitosas, hasta rescindir a la llegada de la luna llena. Entonces, por primera vez  salió de su cueva, para embeberse y enjugar su pena con esas aguas benditas por el cielo, como augurio del final del fin, purificándole sus penas y lavando los pecados del pueblo.  Esa noche Jerónima Petronila se entregó a sus sueños, a como nunca después de todo ese tiempo de erupciones. En su subconsciente, vio a Pedrarias, su bisabuelo, redimido de sus pecados de poder y de ambición por el oro que lo había llevado a la sangrienta crueldad contra los indígenas. Y junto a él, en su sarcófago, a su abuelo, también absuelto de sus yerros, por su disfrazada filantropía con la que había encubierto el tráfico silencioso de indígenas para venderlos como esclavos en Panamá. –“En tres siglos- le dijo- mi cabeza será revelada al mundo. Hombres y mujeres de todos los destinos vendrán a visitar mi legado.”

A la mañana siguiente, cuando Jerónima Petronila despertó observó en las planicies yertas, pequeños brotes verdes. Pronto crecieron convirtiéndose en frondosas y exuberantes praderas,  fértiles de vida y augurios. Cubierto de pastizales, maizales y otros cultivos permanecieron por los próximos trescientos cincuenta y siete años, hasta que, por un evento fortuito se descubrió el sitio donde yacían las ruinas de León Viejo.
Cuentan las leyendas, que en noches de luna llena durante los meses de enero,  una luminiscencia en las faldas del volcán Momotombo aparece, irradiando con sus rayos las ruinas de la ciudad. Hay también quienes dan testimonio de haber presenciado a una mujer joven extasiando su mirada sobre la antigua Plaza Mayor de las ruinas de la ciudad, como si el espíritu de Jerónima Petronila continuase a través de los siglos, velando por la quietud de El Momotombo y la seguridad de ese legado.

Rosario Lynch,  es también autora del libro Más allá del Horizonte: Cony Dupont.

Cuento publicado en NicaraguaDeMisRecuerdos.com el 9 de junio de 2010, con permiso de la autora.  Todos los derechos reservados.

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