El Breviario de Jeshúa
(Extractos de la novela: “El Breviario de Jeshúa”, escrita por Juan Espinoza Cuadra)
Capítulo I
(Lucrecia, no Lucero)
Eran
las 8:00 de la noche, y caminaba apresuradamente hacia mi casa. Distaba
de mi destino por aproximadamente 6 cuadras. Caía una pertinaz
llovizna. Debutaba el invierno lluvioso de Centroamérica.
Mis
zapatillas tennis chapoteaban los numerosos charcos dejados por la
lluvia. Ésta había iniciado a las 5:00 de la tarde. Para esa hora aún me
encontraba en el bar con un viejo amigo.
-Otra y nos vamos-,
-La lluvia debe menguar pronto-.
Decidí ver la caratula de mi reloj pulsera y me percate lo tarde que era.
Lucero
tenía el pelo largo como una cascada de lava. Su delgadez semejaba un
túnel de nubes. Sus ojos particularmente negros no dejaban espacio para
que la noche se escapara de sí misma.
Hacía dos meses que estaba de regreso en el país. A ella no regrese jamás.
Pero
esa noche de lluvia topé de frente con su imagen, disfrazada de
tentación. Tendiéndome las palabras a como se alarga y anuda la soga al
cuello de un condenado a muerte. Escuché frases puntuales que luego
impulsivamente optaban por alargarse.
En esta ocasión dijo llamarse Lucrecia. Aún con el cambio de nombre la reconocí como Lucero.
De
su pelo de la frente, caían voluminosas gotas de lluvia hacia sus
pobladas cejas. En ese fenómeno se detuvo mi mirada mientras ella
hablaba.
–¡Los
amores son un carajo!-. «Uno termina amando a quién no te ama. De noche
despierto con la imagen de tu rostro aferrada a mis párpados. Susurro
tu nombre mientras mi familia duerme en la cercanía de mi cama. Leo
poemas de amor que no inspiré. Mis lágrimas se han precipitado sobre la
tinta de los párrafos que has escrito. Cuando pasas, se me eriza la piel
al percibir tu aroma. Escucho tu voz y siento como se me agita el
corazón. Me lleno de nervios. Respondo de forma tonta cuando mi madre me
pregunta que pasa conmigo. He llorado repitiendo tu nombre, con mi
rostro hundido en la almohada. Y hoy, estoy acá, confesando un amor que
ha permanecido mudo».
-¿Tienes algo que responder?-.
La
gotas de lluvia adquieren haces multicolores al encontrarse con la luz
de los faros de los coches. Semeja chasquido el ruido que surge del
contacto de las llantas de caucho con el pavimento húmedo.
Me
vuelvo percatar que es de noche y que aún llueve. Lucrecia frente a mí,
tirita de frío. Sus manos dentro de las bolsas frontales de sus jeans.
Calza sandalias abiertas que dejan ver la delgadez de los dedos de los
pies. La miro en un periplo que completa toda su figura.
Jonás
es dos años mayor que yo. Su novia, Genoveva, es amiga de infancia de
Lucero. Nos hicimos amigos al salir las dos parejas a divertirnos. En el
colegio, Genoveva y Lucero tienen un grupo de amigas que suman
alrededor de 8. Pero el enlace fuerte lo establecen ellas.
Hoy,
en el bar, Jonás me ha confirmado que el amor de Lucero se terminó el
día que decidí salir al extranjero. Según Genoveva, explotó en
argumentos para justificar el fin del amor.
–Los amores no se acaban por si solos, nosotros los fulminamos, hermano!-, -refutó Jonás entre ebriedad y solidaridad.
–Otra cerveza más, cantinero!-.
El
sonido demasiadamente alto del antro, la neblina provocada por la quema
de tabaco, el vaho a sudor de las personas bailando en las cercanías,
el fracaso amoroso, la fragancia madura de los alcoholes destapados,
servidos, consumidos y la vehemente lluvia, se conjugaron para honrar
aquella noche, a la tristeza.
Jonás se encontró con quien seguir libando tarro tras tarro de cerveza mientras me dirigía a la puerta de salida.
-Lucrecia… ¿son gotas de lluvia o son lágrimas?-.
-Lágrimas,
pero no te apures, pues son antiguas-. «Son de fechas pasadas. Se
concibieron algunos meses después de conocerte. Tú no tienes
responsabilidad en ellas. Yo las engendré en silencio. Son fruto de mi
amor no correspondido. Una expresión frustrada de mis sueños. Cuando me
percaté, ya estaba enamorada de ti. Fue accidental. Llegó a casa por la
mañana un mensajero para entregar un ramo de rosas amarillas. Lo recibí y
firmé. Mi corazón se aceleró. Leí mal. Pensé eran para mí. Estaban
festejando los primeros 6 meses como novios, tu y mi hermana. La verdad,
no puedo explicar lo que sentí porque ni yo misma entiendo. El
conocerte, los saludos muy amistosos entre nosotros, me confundió.
Luego, las entusiastas pláticas, siempre el tema girando en torno a la
urgencia de reformar la constitución política para brindarle
oportunidades a los pobres, a los obreros, a los campesinos. Éramos tú y
yo a altas horas de la noche, construyendo un mundo ideal. En esos
momentos, fuiste mío».
Una
noche, luego de una de las primeras visitas a mi novia Lucero, ya
saliendo de la casa, topé de frente con Lucrecia. Creí oportuno una
conversación breve de despedida.
Expresamos
nuestros puntos de vista respecto a la situación política del país. Sin
darnos cuenta, el tema iniciado sin propósito alguno de argumentar
políticamente, condujo a tomar como punto de comparación los alcances
históricos del Plan de San Luis, promulgado en Octubre de 1910 por
Francisco I. Madero. Lo que inició como un rápido “hasta luego” se
transformó en una maratón de ideas y conocimientos de kilometraje
interminable.
Formada
en su niñez dentro de los principios de la filosofía
marxista-leninista, Lucrecia defendía con vehemencia la toma del poder
por parte del proletariado mediante una guerra frontal y prolongada
contra el gobierno porfirista.
-Debe ser el Partido Comunista el abanderado de esta lucha- decía-.
Afuera
de su casa, flanqueaban la puerta de entrada, dos sillas mecedoras
blancas. Ella se acomodó en una. Yo en la otra. Ya dispuestos uno
frente al otro, le pregunté:
-Oye, no recuerdo cuáles son las influencias del socialismo científico-.
-¿Tú sí?-.
La
pregunta la planteé con ironía, especulando Lucrecia estuviera
presumiendo. A fin de cuentas, anteriormente nunca había conversado con
ella. Además, quería explorar con ella el origen filosófico del
movimiento revolucionario. Ella respondió:
-Las
filosofías de Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Ludwig Feuerbach -para
continuar: «La dialéctica hegeliana, es un método para entender la
historia de la filosofía y el mundo mismo. Es una progresión en la que
cada movimiento sucesivo surge como una solución a las contradicciones
inherentes al movimiento anterior. Hegel consideró a la Revolución
Francesa el prólogo a la verdadera libertad de las sociedades
occidentales. No obstante, la dialéctica hegeliana es radical. La
creciente violencia para llevar a cabo la Revolución, es eso, una
acentuación salvaje de acciones desenfrenadas, y por otro lado, ya
logrado el objetivo, derrocar al sistema opresor, la Revolución se
vuelve a su resultado: la libertad conquistada. La sociedad en su
historia, progresa aprendiendo de sus errores. Luego, los
revolucionarios postulamos la existencia de un estado constitucional de
ciudadanos libres, en libertad e igualdad. El hegelismo afirmaba que
todo lo que es real también es racional y que todo lo que es racional
también es real. Hegel dice que es una norma divina, que en todo se
encuentre la voluntad de Dios, esto es, conducir al hombre a la
libertad. Por ello, Hegel es panteísta».
Luego
de una pausa, Lucrecia acomoda su cuerpo en la mecedora, coloca su mano
derecha sobre su muslo izquierdo. La mano izquierda sosteniendo su
mentón y prosigue:
«Por
otro lado, la obra «La esencia del cristianismo» de Feuerbach, es un
referente para la fundamentación posterior de la izquierda hegeliana, ya
que la filosofía de Feuerbach es opuesta a los preceptos de la teología
cristiana. Contrario a Hegel, Feuerbach postula que la filosofía es
independiente de la religión. El ser humano es el centro y eje de su
pensamiento. Los anhelos, pretensiones e ideas religiosas son una
característica específica del ser humano por lo que la religión queda
adscrita a la antropología, que debe explicarla. Feuerbach escribe que
el hombre primero creó a Dios y más tarde, entendió que su conocimiento
no era nada más que un peldaño en el propio conocimiento del hombre. Al
considerar a Dios una creación humana, Feuerbach niega su existencia,
así como la de cualquier otro Dios, por lo que niega el Teísmo. No es
Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino el hombre quien ha
creado a Dios, proyectando en él su imagen idealizada. El hombre
enajenándose, da origen a la divinidad de Dios. Cuanto más engrandece el
hombre a Dios, más se empobrece a sí mismo. Esta es la filosofía
Feuerbaquiana».
Lucrecia había finalizado de esta forma mi pregunta.
-Entender
el marxismo o socialismo científico es comprender que éste está
fundamentado en la influencia de la visión materialista Feuerbaquiana de
la historia de la humanidad y en la aplicación de la dialéctica de la
filosofía hegeliana al materialismo-.
Con esta última expresión, Lucrecia daba por terminada su respuesta.
-¿Yo que podía argumentar?-.
Ante
tal bagaje de conocimientos, supe que Lucrecia era una militante
convencida de los principios que cimentaban su causa revolucionaria, a
pesar de sus 17 años de edad. Me levanté de mi silla mecedora blanca,
erguido, dirigí mis ojos a sus insondables ojos negros, para decirle:
-Buenas noches-.
Ella
tomo mi mano derecha, la sostuvo unos instantes, mientras su mirada
hurgaba no sé qué en mis ojos. Luego sentí un jalón hacia ella ejecutado
por su mano firme. Plantó un suave y húmedo beso en mi mejilla derecha.
-Buenos noches –respondió ella.
Aquella conversación nocturna había dejado pendiente el tema que la originó: el Plan de San Luis Potosí.
Con
aquel detallado exordio, verbalmente resumido por Lucrecia, sería
sumamente fácil transitar por el laberinto de las opiniones y esbozos
filosóficos, para llegar, finalmente, al planteamiento hecho por
Francisco I. Madero en 1910.
Esa oportunidad llegó muy pronto sin buscarla yo. Supongo, mucho menos ella.
-¡Hola!, ¿cómo estás? –saludó Lucrecia interrogativa-.
-Muy bien gracias, ¿y tú? –reviré.
-Acá,
disfrutando de la kermesse, -respondió, para proseguir: «Una de mis
amigas juega en el partido de basquetbol femenino de la 2 de la tarde.
Es un equipo del colegio donde estudio. Se llaman: “Las Garras de
Jaguar”. Además, ando con algo de hambre y se me antoja unos taquitos de
suadero».
-Oye, ¿te acompaño? –le expusé. «Yo ando algo de sed y se me antoja un agua de jamaica bien helada».
Así,
nos enrumbamos hacia donde se encontraban las pequeñas tiendas,
decoradas con los colores y emblemas alegóricos de las empresas
dedicadas a la venta de refrescos carbonatados.
Una
señora de mediana edad, de probablemente un metro cuarenta centímetros
de estatura, mandil recientemente lavado y en cuyo rostro, destacaba el
tono extremadamente brillante de su piel achocolatada, se dirigió a
nosotros, invitándonos de la siguiente forma:
-¿Qué les sirvo? –dijo agasajadora-.
-¡Tengo tacos de suadero, de bistec, de tripa, campechanos, de chorizo, de chicharrón en salsa roja y verde!-.
-¿Dé cuales les sirvo y cuántos?-;
-¡Ándele mija, no se me eche pa´tras! –se dirigió a Lucrecia-.
-Además, tengo agua de limón, de tamarindo y de jamaica!, -culminó la señora..
-Seño, a mi me da un vaso grande de agua de jamaica, porfa; -le solicité-.
-¡A mi me da dos taquitos de suadero con harto guacamole y un vaso grande de agua de tamarindo!, -requirió Lucrecia.
Seguidamente
tomamos lugar en las sillas de una de las tantas mesas, que al centro
de éstas, llevan el emblema de una marca de cerveza muy conocida a nivel
mundial, “Crown”. Las sillas no escaparon al emblema cervecero ni en el
asiento ni en el respaldo.
«¿Cómo es posible que en una actividad deportiva se promocione una bebida alcohólica?», -me pregunté.
Los
anteojos de espejuelos oscuros no me permitían ver los ojos de
Lucrecia. La percibí distante. Absorta en el bullicio de los
alrededores. Deteniendo la mirada en los movimientos agresivos de los
brazos de los jugadores de volibol; abstraída luego en las jugadas
relampagueantes de los basquetbolistas.
Opté
por no perturbar su ensimismamiento. El tiempo transcurrió por ahí de
10 minutos, cuando, repentinamente su mano izquierda se posó en mi
antebrazo derecho. Ella se había sentado a mi derecha en el cuadro
horizontal metálico de la mesa.
-¿Y luego? –me preguntó-.
-¿Qué cuentas? –insistió.
-Pos
nada. Pensando en la lección que me diste la última noche que estuvimos
conversando, -le comenté-. Proseguí de la siguiente manera: «Friedrich
Engels al estampar el término “socialismo científico” al modelo
integrado por las filosofías hegeliana y feuerbaquiana, ubicó en un
plano de menor importancia al socialismo utópico. Tú, la otra noche, en
tu conversación, me compartiste magistralmente cada una de estas
corrientes filosóficas. Al oírte, recordé, que Marx catalogó el
pensamiento materalista feuerbaquiano de voluble y frívolo en algunos
aspectos. Colindando, en ocasiones, con el idealismo. De las
proposiciones establecidas en dos tesis; una escrita por Marx y la otra,
escrita por Marx y Engels, es que se establecen las inferencias para la
Concepción Materialista de la Historia. Para el pensamiento hegeliano,
la historia es una evolución paradójica que expresa el autodesarrollo de
la idea absoluta. El pensamiento marxista establece que son las fuerzas
productivas y las relaciones de producción las que determinan el curso
del desarrollo socio-histórico. Los idealistas (de escuela hegeliana, la
mayoría) fundamentan que la dinámica de la historia es el desarrollo de
las ideas. El marxismo exhibe la base material de esas ideas,
concretándolas y establece a partir de esa premisa, el eslabón del
acontecer histórico. Recuerda Lucrecia, que Marx fundamentó parte de su
filosofía en los estudios de Adam Smith y David Ricardo, afirmando que
el origen de la riqueza era el trabajo y el origen de la ganancia
capitalista era el plustrabajo no retribuido a los trabajadores en sus
salarios. El pensamiento capitalista nos divide en clases sociales:
proletarios y burgueses. El marxismo postula que el comunismo es una
forma social en la que la división en clases ha terminado. El modelo
económico marxista se basa en una estructura conformada por la
asociación de productores libres. La producción y distribución de los
bienes del modelo económico marxista se propone repartirlos según el
criterio: “a cada cual de acuerdo a su capacidad; a cada cual según su
necesidad».
Lucrecia oyó en silencio y con mucha atención lo que expuse. Al cabo de un rato de mudez y cuando por fin, Lucrecia se proponía decir algo, la burbuja de quietud y parcial sosiego fue explotada por la irrupción de la señora del changarro, al llevar alegremente en sus manos, el plato de tacos y los dos vasos con aguas frescas.
Luego
de sorber algunos tragos de agua de jamaica y sentir la agradable
sensación de frescura pasar por mi garganta; experimentar en el cogote
el mecanismo de arrastre provocado por el transito líquido de los
volúmenes de deliciosa agua fresca de color rojo, acarreando en su
vórtice la sustancia viscosa salival aferrada en mi bóveda bucal.
Saciar
la demanda de agua de mi cuerpo al apaciguar la sed a través de
transportar hacia mi estomago la mucosa proveniente de la
deshidratación, gracias a cada bocanada del acuoso elixir, trajo algún
grado de saciedad. Suministrar agua a mi organismo mediante la ingesta
deliciosamente agradable de un vaso de agua de jamaica, fue tan
usualmente común como hidratante.
Regresé
mi mirada hacia Lucrecia, que para esto, con una sincronía de semáforo,
alzaba hacia su boca el taco de suadero, para regresar la mano al
contorno plástico del plato, donde yacía aguardando, el otro taco. Entre
cada ciclo del brazo, para llevar el alimento a su destino y regresarlo
a su posición de descanso, hubo el tiempo para exprimir la mitad del
limón sobre la carne de suadero enrollada en la tortilla de maíz y
abastecer a ésta de salsa de guacamole.
Y reiniciar el ciclo.
Eventualmente había irrupciones para beber porciones de agua de tamarindo.
Mientras
Lucrecia comía, dirigí mi mirada hacia la puerta de entrada del colegio
donde nos encontrábamos. Contingentes de jóvenes entraban y salían al
mismo tiempo. La minoría vestía deportivamente. La mayoría andábamos
turisteando o apoyando a algún amigo o conocido o a alguien con quien
teníamos algún vinculo afectivo. En las manos, algunos con suculentos
hot dogs, otros con apetitosas hamburguesas y ambas comidas chatarras
acompañadas de la infaltable botella de refresco. Mayoritariamente de
cola.
-¡Oye,
estos tacos estaban riquísimos! –confesó Lucrecia, -para añadir: «La
salsa de guacamole esta picosita, pero gustosita. Esta ñora si que sabe
guisar muy bien el suadero. Y el agua de tamarindo está muy refrescante.
Ni muy dulce ni muy desabrida. La verdad, estoy satisfecha».
Prosiguió:
-Me
interesa seguir desarrollando lo que hace unos momentos me comunicabas
respecto a la filosofía marxista, -se dirigió hacia mí-.
-Mmmmm…. ¿Te parece si hoy por la noche, luego de despedirme de Lucero, proseguimos? –le propusé.
-Me parece –respondió-.
Seguidamente,
nos dirigimos a la cancha #7, en la cual, en minutos iniciaría el juego
donde intervendría Cosette, la amiga de Lucrecia. Las miembros del
equipo “Garras de Jaguar” se encontraban en la cancha, ejecutando
movimientos de brazos, piernas, cuello. A la víspera del partido, se
hallaban realizando ejercicios de calentamiento.
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